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lunes, 2 de enero de 2012

EL FARO.

Era un hombre solitario que vivía en un faro.
Todas las noches tenía la obligación de encender su luz para evitar que los barcos chocaran contra las rocas. Se sentía orgulloso al pensar en cuántas vidas dependían de su trabajo.
Cada dos semanas atravesaba las dunas y se internaba tierra adentro hasta llegar a la aldea. Era un humilde poblado de pescadores donde se abastecía de los alimentos que necesitaba para subsistir. Allí, intercambiaba algunas frases con el almacenero y con los hombres que remendaban las redes cerca de la playa. Era el único contacto humano en medio de su soledad.
Lo demás era ver pasar los barcos a lo lejos e imaginar a la gente que viajaba en ellos. A veces levantaba ingenuamente la mano en una señal de adiós y ¿cómo sabía él si no le habían respondido?
En las noches encendía el faro y con frecuencia divisaba sobre el horizonte las luces de algún  carguero. O tal vez sería un transatlántico en el que habría música y parejas bailando, ignorantes de los arrecifes que se escondían bajo el agua y del hombre solitario que encendía el faro para alejarlos del peligro.
Nunca conocería a aquellos que pasaban a lo lejos ni ellos tendrían curiosidad siquiera por saber a quién le debían la seguridad de sus vidas.
Y él, lo único que tenía era el batir incesante de las olas golpeando en las rocas, el suspiro del viento que a veces imitaba una voz humana en su oído. . . y la infinita soledad.
No le parecía justo que nunca pudiera conocer a ninguno de esos hombres a quienes guiaba en medio del fragor de las tormentas. Anhelaba decirles su nombre:
- Me llamo Juan, para servirlos.
y contarles de su vida en la soledad del peñasco, de cómo encendía la enorme linterna cada noche para que con su luz barriera la vastedad del mar y los condujera a salvo hacia su destino.
Un día decidió no encender el faro.
Al anochecer bajó a la playa y se sentó en las rocas, mirando el mar que se agitaba.
Soplaba un viento frío y de pronto un relámpago encendía el cielo con un resplandor rojizo y se perdía en las aguas turbulentas. Se acercaba una tempestad.
De pronto en las tinieblas avistó las luces de un barco.
Se elevaba y se hundía entre las olas y se acercaba peligrosamente a la costa. Había perdido el rumbo y el mar lo arrastraba hacia los arrecifes.
El barco chocó contra un peñasco y el casco se partió. Escuchó gritos y a la luz de los relámpagos vio como los tripulantes echaban al mar los botes salvavidas. Las olas los volcaron y los hicieron astillas contra las rocas.
Un solo hombre logró llegar nadando hacia la playa.
Juan corrió hacia él y lo arrastró hasta la arena seca. Lo volteó y presionó sus pulmones para obligarlo a botar el agua que había tragado. Luego lo envolvió en su chaqueta para darle un poco de calor.
El hombre se echó a llorar y gimió:
-¡Mis compañeros!
Luego le preguntó si sabía la razón de por qué el faro estaba apagado.
-¡Chocamos contra las rocas porque no había una luz que nos guiara!
Juan le contestó que lo ignoraba.
-Yo estaba por casualidad en la playa- mintió.
Y luego agregó emocionado:
- ¡Pero no sabe el gusto que me da conocerlo! Me llamo Juan, para servirlo.

2 comentarios:

  1. ¡Me adivinaste el pensamiento, Lillian! Cuando comencé a leer el cuento y vi las ganas que tenía el farero de conocer gente, enseguida se me ocurrió una historia sobre que el personaje hiciera chocar un barco a propósito... jaja veo que pensamos lo mismo.
    La soledad, a veces, obliga a entrar en otro tipo de lógicas.
    Pero no pensó en las consecuencias de esa pequeña alegría, porque los que mandan no tardan en descubrir ese tipo de fallos y me veo al farero en la cárcel... allí podrá hablar con su compañero de celda.

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  2. Este cuento me impactó. Su final fue como recibir un golpe. Me tomó tiempo poder reaccionar. Felicitaciones.

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