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viernes, 13 de enero de 2012

EL RUSO.

En el taller literario había conocido a un ruso.
Llegó casi al final del año y como ayudante del profesor, me tocó llamarlo a su casa para darle la bienvenida y dictarle las tareas del trimestre.
Cuando lo llamé, aún no lo ubicaba visualmente, pero en la clase siguiente me fijé en él con especial atención. Era chatito y redondo como el tapón de una botella de vodka y usaba bigote espeso y camisa roja, tal vez en un nostálgico homenaje a Stalin.
Su nombre, Alexei, era de lo más dostoievskiano, pero el resto, chileno total, asimilado a la incultura nacional y con cierta repugnancia innata por la buena literatura. Eso, por supuesto, influiría nefastamente en la calidad de sus escritos. (¡Ojalá más personas entendieran que los que no leen no pueden escribir!. . . )
En la clase siguiente, después de nuestra conversación telefónica, me llevé un humillante desengaño al ver que el ruso no me prestaba la menor atención. No era que me hubiera hecho alguna ilusión romántica con él, pero al menos esperaba que se mostrara sensible a mis encantos. A los pocos que me iban quedando, para ser sincera.
Aclaremos algo.
A estas alturas de mi zarandeada vida sentimental, ya estoy harta de romances decadentes. Es bien poco glamoroso tratar de cicatrizar las heridas de amor con crema anti-arrugas. . . .
Pero, con la aparición del Viagra, que para varios fue como encontrarse El Santo Grial, se produjo una especie de "Revolución de la Dentadura Postiza. " Una larga fila de viejitos portando en su bolsillo la píldora azul se lanzó a los campos de batalla dispuestos a ganar lides que ya , a esas alturas, habían pasado a ser heroicas leyendas perdidas en las nubosidades de su memoria.
Así es que es bien difícil hallar una amistad platónica.
Hasta los más seniles, esos a los que les crujen las rodillas a cada paso y que prefieren permanecer de pié porque después no pueden pararse, hasta esos, digo, ya no se conforman con una amistad de café y discusiones de alto vuelo.
Que era lo que yo quería tener con el ruso.
Sobre todo cuando se avecinaba otro Verano solitario y caluroso en un Santiago vacío. Me asustaba el final del Taller, los días ociosos sin tener con quién conversar y las pocas ganas de escribir, sin el acicate de las tareas del profesor.
Pero una tarde, sorpresivamente, me llamó Alexei y anunció visita para el día siguiente. Sólo que en la mañana, porque en la tarde tenía que trabajar. (Era corrector de pruebas en una imprenta).
Me entusiasmé mucho, a pesar del incómodo horario de la visita, porque a esas alturas, ya la soledad me abrumaba.
Cuando era más joven, mi propia compañía me bastaba. Pero ahora, mi constante presencia había ido perdiendo brillo para mí. Ya no me caía tan bien como antes.
La elegante melancolía de la juventud, esa que se lleva como una estrella azul tatuada en la frente y que nos hace sentir que pertenecemos a una elite de corazones taciturnos, había dado paso, por obra de la experiencia, a una auténtica tristeza sin esperanzas.
La estrella azul se había trasformado en un agujero negro que se tragó  todos mis sueños.
Ya no caminaba con la frente alta, orgullosa de estar triste, sino inclinada, cargando en la espalda un saco de ropavejero. En él llevaba los trajes que había usado a lo largo de mi vida: el rosado de los veinte años, el gris de los cuarenta,  y el negro de luto riguroso, cuando terminaron por morirse las últimas ilusiones.
Disculpen este paréntesis melancólico y volvamos a la visita del ruso.
Llegó atrasado tres cuartos de hora.
Preocupada, lo había salido a encontrar y lo vi venir lentamente por la vereda, arrastrando los pies, como si quisiera demorarse a propósito.
¿Era una táctica de galán maduro o le molestaba la gota?
Más tarde, cuando bajé a despedirlo, me dijo que yo le gustaba y trató de darme un beso en el ascensor.
Lo esquivé con una risita, pero me invadió la decepción y la rabia al comprobar lo natural que le resulta ahora los hombres hacerse los tenorios sin pasar por las delicadas etapas de la conquista.
Ante mi rechazo, hizo un mohín de disgusto y pensé que ya no volvería a verlo.
Me había contado que era viudo y que vivía solo en un departamento, acompañado de un gato llamado Fiodor. Yo había deseado que me invitara, para conocer al gato e interiorizarme un poco más sobre su vida. Pero, después del intento en el ascensor comprendí que no sería conveniente que fuera y sobre todo, me quedó claro que nunca me invitaría.
Pasadas tres semanas, me llamó como si hubiéramos conversado la tarde anterior. Me contó, entusiasmado, que estaba leyendo "Poesía y Prosa" de Soublette. Olvidó que tres semanas atrás me había contado lo mismo. Yo, en ese intervalo, había leído los dos tomos de "Los hermanos Karamasov".
Se portó insinuante y me habló con una melodiosa voz de balalaika.
Había estado muy ocupado-dijo-pero se había acordado mucho de mí.
Quedó de llamar la semana siguiente, para que saliéramos a tomar un café.
Pasó todo Enero y empezó Febrero. ¡Claro! Era bien difícil que empezara Junio. . .
Lo que quiero decir es que nunca me llamó y acumulé tal cantidad de amor propio herido y de rabia que para lo único que quería que llamara era para hacerle un desaire.
Y mi telepatía maligna, mis ondas cerebrales dirigidas como rayos laser directo a su débil mentecita soviética, tuvieron su efecto.
¡Llamó!
-¡Aló! ¿Betty?
-¿Quién habla? (Tono seco, hastiada ya de contestar llamados de hombres. . . )
-Alexei Ilich.
-Perdón ¿Cómo dice?
Repitió su nombre ya un poco amoscado.
-Está equivocado. No conozco a nadie que se llame así.
-¿No habla Betty?
-Sí, ella habla. Pero no conozco a nadie con ese nombre.
Y corté.
(Háganlo cuando estén picadas. Les aseguro que duele. )
A todo eso, ya había pasado el Verano y Santiago empezaba a poblarse de nuevo. Nora , mi amiga, ya había vuelto.
Salimos a tomar un helado y nos reímos del ruso hasta que nos dolió la mandíbula.   

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