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lunes, 9 de enero de 2012

EL RETRATO.

El retrato de la tía Lucy había ocupado siempre un sitio especial en nuestra casa.
Cuando vivíamos en la enorme mansión de calle República, colgaba sobre la chimenea, como presidiendo nuestras vidas. Luego, cuando mi papá, por algunos negocios imprudentes perdió la mitad de sus bienes, nos trasladamos a un departamento. Entonces, el retrato fue colocado en la pared más importante del salón, la que miraba hacia la puerta de entrada.
Todo el que atravesaba el umbral, se encontraba prendido de los ojos de la tía Lucy, la mujer más bella que jamás había visto en su vida.
Mi hermana Celeste y yo la considerábamos un hada. En todos los cuentos infantiles donde aparecía un hada madrina, era para nosotros la tía Lucy. Si alguien nos hablaba del ángel de la guarda que extiende sus alas sobre la cama de los niños, también pensábamos en ella.
Nos quedábamos embobadas mirando el retrato. Aparecía con un traje de noche de escote cuadrado y una melena oscura,  corta y lisa, como se usaba en los años treinta.
Su cutis era blanco y tenía ese brillo suave de las perlas. Sus ojos negros te seguían a través de la habitación, pero no severos ni acusadores como los de otros retratos, sino tiernos e indulgentes, como si lo entendiera todo y te perdonara de antemano.
Sabíamos, vagamente, que había sido una prima del papá, que había muerto joven. Y que su retrato estaba en nuestra casa porque la tía abuela Julia, su madre, había muerto allí y se lo había dejado a mi padre junto al resto de sus muebles.
Eso era todo. Lo demás lo envolvía el misterio que rodea a los seres de belleza casi mítica. Mitad hada, mitad ángel, nadie había heredado en la familia la hermosura increíble de la tía Lucy.
Yo, que era pecosa y de pelo cobrizo, soñaba que cuando grande, por algún inesperado prodigio, llegaría a parecerme a ella. Celeste, que era cuatro años mayor, podía concebir esperanzas más realistas. Su cutis era blanco y su pelo castaño oscuro, el cual insistía en cortar al estilo de los años treinta.
Yo estaba segura de que en su interior, ya se sentía la continuadora de la leyenda. Varias veces la había sorprendido contemplándose en el espejo, con los brazos cruzados sobre el pecho y mirando de frente con expresión dulce y misteriosa. A decir verdad, resultaba una pobre imitación del modelo. Al menos, eso opinaba yo, devorada por la envidia, lo reconozco.
Mi mamá tenía celos del retrato, no cabía duda.  ¿Cómo habría podido evitarlo? La devoción con que el papá lo cuidaba, le hacía concebir ciertas sospechas, nunca comprobadas.
Aunque había tratado de averiguar algo entre los parientes, todos guardaron silencio apretando los labios con decisión inquebrantable.
La tía Lucy se había casado en San Fernando con el tío Olegario y lo había dejado viudo antes de los dos años. Había muerto, decían, por una "enfermedad del pecho" que por aquella época no tenía cura. Otros decían que se había equivocado en la dosis de un remedio y que el exceso tomado le había costado la vida.
Y con esa leyenda vivimos y crecimos hasta que, cuando yo tenía dieciocho años, murió el tío Olegario, tan solo como había vivido, ahogando en alcohol las penas de su viudez. .
Mi papá estaba delicado de salud y mi mamá no manifestó ninguna intención de asistir al sepelio, así es que, sin saber cómo, me vi arriba del tren, rumbo a San Fernando, en representación de la familia.
En el vagón, me tocó de vecina una anciana de rostro agrio que me miró con disgusto y retiró de mala gana sus cosas, para que yo me acomodara en el asiento.
Al cabo de un rato me miró fijamente y me preguntó:
-¿Eres hija de Ambrosio Arriagada?
Cuando respondí afirmativamente, me dijo:
-Te reconocí porque de chica te vi en varias ocasiones. Soy tu tía Fany. ¿Me recuerdas?
Le dije que sí y en efecto la recordaba, pero no con mucho cariño en realidad.
-Yo soy prima de tu papá-me informó. Y lo era también de Lucy, naturalmente.
Su tono amargo y rencoroso no me pasó desapercibido.
Al ver la interrogación en mis ojos me dijo duramente:
-¡No esperarías que la quisiera después de que me quitó a mi novio!
La miré anonadada y continuó diciendo:
-Sí.  Yo era la novia de Olegario cuando Lucy se interpuso entre ambos. No le costó nada, con esa belleza sobrenatural que tenía.  ¿Quién habría podido competir con ella?
Hablaba con el rostro vuelto hacia la ventanilla, pero pude ver como sus ojos se iban llenando de gruesas lágrimas que empezaban a rodar por sus mejillas ajadas.
-No me casé jamás. Eso lo sabes, claro. ¡Al menos tu papá se pudo recuperar después de que lo abandonó a pocos días del matrimonio!
Dí un respingo en el asiento y ella me miró sorprendida.
-¡Ah! Tampoco sabías eso. . . ¿Por qué crees que nunca se ha desprendido del famoso retrato? No sé cómo tu mamá, pobre mujer,  ha soportado todos estos años esa idolatría insana. Es evidente que no sabe la verdad.  Y él ¡con qué desconsideración, con qué crueldad,  lo ha mantenido todos este tiempo colgado ahí, presidiendo su matrimonio y su vida!
-Olegario nunca fue feliz con ella-continuó con odio-Empezó a beber a los pocos meses de haberse casado. Nadie entendía por qué. Y ahora que murió, definitivamente se llevó con él su secreto.
Mordió el pañuelo para sofocar un sollozo y me volvió la espalda.
El resto del viaje lo hizo en silencio, mientras yo permanecía aturdida  por las revelaciones que me había hecho.
En el funeral nos sentamos en sitios alejados, pero la vi serena. Ni una lágrima derramó cuando desfiló junto al féretro.
Quizás el rencor la fortalecía frente al sufrimiento. O tal vez en el tren había logrado desahogarse.
Volví sola a Santiago y a nadie le hablé de mi conversación con la tía Fany.
Días después fui a visitar a Celeste, que se había casado y ya tenía dos niños.
Su pelo castaño, largo, caía en suaves ondas sobre su espalda y era evidente que hacía tiempo que había renunciado a parecerse a la tía Lucy.
-¡Después de todo, es un alivio-pensé-que ninguna de las dos haya heredado su belleza!.

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