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jueves, 12 de enero de 2012

ESPERANZA.

Como "Alicia en el País de las Maravillas",  se encontró nadando en el mar de sus propias lágrimas. Sólo que no había galleta mágica no conejo blanco que pudieran salvarla.
Al despertar, salió poco a poco de un profundo sueño y esperó aturdida a que la vida empezara de nuevo. Entonces, de golpe se vino sobre ella el recuerdo de su situación y sintió que caía en la realidad como en un pozo oscuro. Por un momento, se creyó incapaz de empezar el día.
La tarde anterior, al volver del Liceo,  lo había estado llamando sin obtener respuesta. Su último mensaje había sido suplicante:
-¡Pablo, por favor contesta! No me puedes dejar así.
Al fin comprendió que estaba sola.
Esa misma noche le dijo a su madre que había quedado agotada después de  los exámenes y quería irse a la casa de la abuelita. Ella, como siempre, se manifestó de acuerdo.
Pensando en eso, saltó de la cama y empezó a preparar su maleta. Supo que debía irse en seguida, antes de que nadie en la casa hubiera despertado y pudiera preguntarle:
-¿A dónde vas? ¿Por qué te vas? ¿En qué estás pensando?
Eran apenas las seis de la mañana pero ya desde las tres había empezado a escuchar el primer canto de los pájaros.
En el bus se adormeció de nuevo, pero esta vez no era un sueño sino una luz tenue, como un bosque verde por el cual transitaba. A ratos le parecía flotar apaciblemente y su angustia de las últimas horas parecía disiparse en ese dulce adormecimiento.
Su abuela la recibió contenta y sin hacerle preguntas, pero en sus ojos se reflejaba una inquietud que no expresó en palabras.
Elisa siempre había sido su regalona. Cuando era niña, su madre, sintiéndose incapaz de criar a dos niños, la llevaba a su casa y la dejaba ahí por semanas enteras. A ella le gustaba la casa de la abuelita porque tenía su propia habitación y su caja de juguetes esperándola.
Su abuelo era un hombre distante a quién se veía poco.  Sin embargo, un día en que su abuela estaba de rodillas limpiando el suelo, Elisa lo vio empujarla bruscamente y lanzarla contra las baldosas. Ella tenía sólo cuatro años y esa imagen quedó grabada en su mente como algo violento y aterrador.
Tiempo después, el hombre desapareció de sus vidas y la abuelita se fue a vivir a una quinta, en un pueblo cercano.
Desde ahí,  llamó a los padres de Elisa para tranquilizarlos y les dijo que la niña estaba agotada y que se quedaría con ella durante el Verano.
Días después, al verla en el jardín con la mirada perdida, se sentó a su lado y la atrajo hacia sí.
-Elisa, en la vida nos pasan cosas buenas y malas, pero son las malas las que nos fortalecen y nos enseñan a vivir. Aunque te sorprenda, yo sé lo que te pasa y sólo me queda conocer la decisión que has tomado. ¿Quieres tener al niño?
Elisa se aferró a ella, llorando desesperadamente.
-No, mi hijita, no te aflijas así. Ahora sólo cuenta tu decisión.  Lo demás vendrá mañana. Porque siempre habrá un mañana, Elisa, mientras estemos sobre la tierra.
La niña puso su mano sobre su vientre todavía liso y una secreta ternura dulcificó sus rasgos.
La abuela comprendió y le dijo:
-Iremos poco a poco, Elisa. Las cosas se irán ordenando solas. ¿Te acuerdas de esa canción que dice que se hace camino al andar? Vamos andando entonces, pasito a paso. Si vas viviendo cada día a la vez, sin querer abarcarlo todo, verás que no tienes verdaderos motivos para desesperar.
La abuela y la nieta permanecieron sentadas en el jardín hasta que cayó la noche. Y la Luna, como una dama ataviada con un manto blanco, bajó a caminar entre los acacios florecidos.

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