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martes, 24 de enero de 2012

AQUELLOS DIAS.

Yo era la menor de tres hermanas y cuando a ellas ya las invitaban a fiestas y los mellizos Lazo, que eran unos rubios pirotécnicos, las pasaban a buscar para pasear en bicicleta, a mí me dejaban en la casa en calidad de material desechable.
Me quedaba jugando con las muñecas o construyéndole casitas a las hadas, una entretención solitaria de lo más inutil, porque por mucho que las adornaba con flores y hojas de helecho, nadie llegó nunca a vivir al condominio.
En fín, que era chica,pero como ya tenía once años, en mí se estaba operando la misteriosa metamorfosis de la pubertad, y aunque todavía no dejaba a las muñecas, me ponía triste cuando me daban por invisible a la hora de las invitaciones.
Pero cuando cumplí los trece, de golpe me puse interesante.
Mi mamá había renunciado por fin a hacerme chapes y cuando me solté el pelo, liso y oscuro a los lados de la cara, me convertí subitamente en Nefertiti.
Seguía siendo flaca y plana desde el cuello hasta las rodillas. Sus huesos eran lo único que me sobresalía con audacia. Pero algo surgió en mí desde las recónditas profundidades,una fuerza magnética que parecía atraer a los chiquillos como polillas hacia una ampolleta.
Fué entonces cuando conocí a Milton, mi primer amor y mi primer desengaño.
Al menos me enseñó a bailar y al final lográbamos bailar "los lentos" sin intercambiar más de cuatro pisotones por vez.
Vivíamos frente a la Plaza Brasil, a dos cuadras de un colegio de varones.
Al medio día, una muchedumbre de imberbes desfilaba bajo el balcón de nuestro departamento, rumbo al paradero de la locomoción.
Entre ellos iba Alfredo, un rubio esbelto y frío como un carámbano. Ninguna pasión había logrado derretirlo aún.
Medía un metro ochenta y su cerebro tenía una densidad probable de medio centímetro cúbico. Pero,a esa edad me importaban poco los atributos intelectuales y lo único que ansiaba era lanzarme en piquero a sus ojos azules como el mar y desnucarme si era preciso, para morir ahí.
De Milton había recibido mi primer beso, experiencia que me pareció viscosa y decepcionante.
Alfredo, contradiciendo su aspecto de carámbano, me tomó con vehemencia en sus brazos y nuestro beso fué un apasionado entrechocar de dientes.
En lo romántico,otra decepción, y en lo práctico, la advertencia de que necesitaba visitar al ortodoncista.
En mi horizonte sentimental se perfiló Patricio. Era un tipo alto que caminaba encorvado como jirafa con tortícolis. Había dado un súbito estirón después de una gripe, y aún le incomodaba la desmesura de su talla.
Había sido mi silencioso y meláncolico admirador durante mis devaneos con Alfredo, pero un día se cansó de ser un actor de reparto y apareció en la plaza cogido de la mano con una niña bajita y más bien redonda, semejante a una albóndiga. Por lo insípida,una albóndiga de carne vegetal.
Mi amor propio sufrió un fuerte golpe y fué tal el despecho que ahí mismo solté el llanto.
Se lo contaron a Patricio y él, que seguramente en esos días estaba pasando en Literatura la Novela Romántica, exclamó:
-Pero,¿cómo? ¡Si yo aún la amo...!
Seguro que no era cierto, pero desde entonces lo fué, porque a esa edad es más fácil creerse enamorado que curarse una espinilla.
Resumiendo, la albóndiga se fué rodando y me ví de nuevo dueña del amor de Patricio. A los pocos días estaba al borde del asesinato. Lo que prueba que el despecho es un pérfido concejero.
Entonces conocí a Isamu.
Bailamos toda una noche mejilla a mejilla y al despedirnos, nos miramos a los ojos. Pero los suyos eran orientalmente inexpresivos. No ví en ellos nada, excepto algunos síntomas de conjuntivitis.
Seguimos saliendo.El me llevaba a pasear en motoneta y aún creo vernos a los dos, atravezando la ciudad como bólidos, yo abrazada a su cintura y el viento zumbando en nuestros oídos.
Romántico. Lástima que él continuó envuelto en su enigmático silencio nipón y no hubo modo de conseguir que me dijera, al menos, que yo le gustaba.
Y como a esa edad me sentía muy necesitada de estímulos para mi amor propio, resolví enamorarme de un amigo de mis hermanas, que en una fiesta me había lanzado un par de miradas incandescentes.
Se llamaba Isidro y poseía una increíble fealdad de globo desinflado. Pero era mayor de veinte y siempre llevaba debajo del brazo un libro de Jean Paul Sartre.
La primera vez que lo ví, estaba apoyado indolentemente contra la pared y sostenía entre los dientes una pipa apagada.
Cuando me invitó a bailar, lo hizo con los ojos pegados al techo, como si ahí estuviera escrita la respuesta a la eterna incógnita del Destino del Hombre.
En general, lucía una expresión de hastío de la vida, la cual él consideraba coherente con su aspecto de intelectual.
Estuve enamorada de él durante un año y medio. Luego me convencí de que era un inutil cachivache trasnochado, que no hacía nada en todo el día, porque el resultado de su Prueba de Admisión a la Universidad no le habría dado ni para especializarse como kinesiologo de pulgas, si es que esa profesión hubiera llegado a existir.
Por mi parte, terminé el colegio, me puse más sensata y los devaneos de los quince años quedaron atrás.
Pero éstas fueron algunas de mis aventuras románticas, de las cuales ahora me río, pero que en esa época, más de una vez me hicieron llorar.

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