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martes, 11 de octubre de 2011

VIAJANDO EN METRO.

-Ud. debe tener resignación y pensar que las cosas siempre pasan por algo.
Esa frase fue la que me hizo levantar la vista del diario y fijarla en quién hablaba.
Era una mujer de pelo gris mal teñido que viajaba colgada de la manilla. A su lado iba una viejita diminuta vestida de negro apretando un paquete contra su pecho.
Frenó el Metro y un alud de gente entró comprimiendo aún más a los que llenaban el carro.
-"Las cosas siempre pasan por algo"-me repetí con sorna.
El eterno consuelo de los ingenuos. Falso como un billete de tres mil pesos.
Es obvio que las cosas te pasan por casualidad, porque estabas justo en ese lugar cuando la cosa pasó. Si hubiera estado otro, sería él quién se lamentaría, o se alegraría, dependiendo de las circunstancias. Porque a veces pasa alguna cosa buena también, digamos que intercalada entre cinco o seis desgracias, si no me falla el cálculo.
Abandoné la lectura y empecé a mirar a las dos mujeres.
La viejita de negro se sorbía los mocos y se notaba que aguantaba apenas el llanto. Pero ¿cómo sacar el pañuelo sin soltar el paquete?
Me ofrecí a llevárselo. Puse el diario bajo mi brazo y me sujeté mejor de la barra. Ella dudó un poco y luego aceptó con una sonrisa triste.
En el traspaso, el envoltorio se aflojó y vi con sorpresa que se trataba de una ánfora funeraria. Me sobresalté,   pero la tomé con firmeza. Entreví que llevaba grabado un nombre: Emeterio Pantoja, y una fecha reciente.
Así es que por esas cosas de la vida, o de la muerte mejor dicho, me encontraba viajando en Metro llevando en las manos lo que quedaba de Emeterio. Un puñado de cenizas.
La mujer de pelo canoso me miró agradecida, pero no correspondí a su sonrisa. En general, las personas que repiten esa frase de que "Las cosas pasan por algo", no gozan de mi especial simpatía.
Pero si iba a servirle de consuelo a la señora de negro, estaría bien después de todo.
Se bajaron las dos pasada la Estación Central y yo también, trasportando el ánfora. No era mi punto de destino pero me bajé igual. Quizás me había encariñado con las cenizas de Emeterio.
Las acompañé hasta una casa color marrón, apretada entre un almacén y un taller mecánico. La mujer canosa se despidió,  pues era una vecina, y me encontré a solas con la ancianita, a esas alturas, la viuda de Pantoja.
Me invitó a pasar. Era una casa modesta, llena de pañitos a crochet y fotografías antiguas. En un rincón, enmudecía un piano.
Me invitó a sentarme y luego de colocar el ánfora sobre el aparador, me ofreció una copita de mistela.
Vi que lloraba silenciosamente, acurrucada en un sillón.
Le hice preguntas discretas y entendí que la situación se le presentaba difícil. Ella y Emeterio "habían sido solos los dos. El Señor no quiso bendecirlos con un hijo. "Y ahora, "no sé qué va a ser de mí"-terminó con un suspiro.
No me costó imaginármelo. Un montepío escaso que apenas cubriría la mitad de sus necesidades vendría a agregar la angustia a su soledad.
Me tengo por escéptico y algo cínico. Eso me ayuda a vivir sin decepciones, pero hay una parte de mi corazón sobre la que no tengo dominio. Creo que en ella vive mi madre, dulcemente inmortal, cosiendo como siempre, sentada junto a la ventana.
Fue esa parte de mi corazón la responsable de una idea que empezó a formarse en mi cerebro.
Aclaro que en ese tiempo yo tenía un buen empleo en la Superintendencia de Valores y Seguros y que si ese día iba en Metro, era porque tenía el auto en el taller.
-Señora-le pregunté, poniendo en marcha mi plan-¿Dónde trabajaba su marido?
-En Ferrocarriles, señor. Había jubilado hace quince años.
-¿Y no habrá dejado algún seguro?
-No creo. Nunca me dijo nada.
-Pero, en Ferrocarriles siempre aseguran a sus empleados-mentí-Trabajo en ese rubro y podría averiguarlo.
La viejita me miró dudosa. Ella nunca le había oído a Emeterio hablar de algún seguro, pero si yo creía. . . .
-No perdemos nada comprobándolo. El puesto que ocupo en la Superintendencia me lo hará fácil. Anóteme los nombres completos de ustedes dos, por favor.
Salí de la casa contento, con mi plan ya trazado.
Era un soltero acomodado, con ahorros en el Banco. Renunciar a algún viaje caro no me haría más desgraciado de lo que ya era.
En la oficina rellené un formulario apócrifo a nombre de Emeterio Pantoja. Timbres y firmas le daban credibilidad. El beneficiario del seguro, o sea su viuda, tendría acceso inmediato a la suma de cinco millones de pesos.
Pocos días después, llegué a la casa color amarrón con un cheque de mi cuenta personal, al que le adjunté el formulario del seguro y otros papeles inútiles sin los cuales la burocracia del trámite parecería incompleta.
Ella lo recibió entre estupefacta y emocionada. Pero no dudó de la verosimilitud de aquel seguro del que nunca antes había oído hablar.
Me miró radiante, con los ojos arrasados en lágrimas y me dijo:
-¡Pensar que si no me hubiera encontrado con Ud. en el Metro, nunca habría tenido idea de que me correspondía este dinero!
Y la vecina canosa, que ese día la acompañaba,  exclamó:
-Yo le dije, señora Micaela-¡Las cosas siempre pasan por algo!

2 comentarios:

  1. Lillian, esto sí que entra de lleno en la ciencia ficción jaja Con el panorama que tenemos hoy en día, que alguien realice ese acto de dejarle una cantidad a una desconocida es casi imposible.
    En cuanto a la duda entre casualidad y destino, ahí está el eterno dilema...

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  2. Entre dramático y jovial. Despierta simpatía la veteranita aunque choca la expresión: Se sorbía los mocos. . .

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