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miércoles, 14 de diciembre de 2011

ESCUCHANDO A VIVALDI.

Hicieron una fiesta en el jardín para celebrar que Walter cumplía cincuenta y cinco años. Se veía esbelto y tostado por el sol y no representaba mucho más de cuarenta.
El invitó a varios colegas de la Universidad, los que consideraba sus amigos más cercanos. Irene llamó a su hermana Silvia, que llegó acompañada de su nuevo novio, a todas luces más joven que ella, lo que la tenía henchida de vanidad y al mismo tiempo angustiada e insegura.
Había bastante vino, jugo de frutas y carne asada en la parrilla. Algunos invitados llevaron ensaladas y postres.
Cuando anocheció, encendieron las luces junto a la piscina.
Su único hijo, Tomás, llegó acompañado de un grupo de compañeros de la Universidad. Se sentaron en el pasto a conversar, sin hacer caso del resto de los invitados.
A Irene le llamó la atención una joven que los acompañaba y que se veía un poco mayor que ellos. Vestía de negro y su largo pelo oscuro enmarcaba una cara angulosa pero interesante. Fumaba sin cesar y miraba todo a través del humo, con un aire entre condescendiente y aburrido.
Cuando Tomás entró a la cocina a buscar unas cervezas, Irene le preguntó:
-¿Quién es esa joven de negro que llegó con ustedes?
-¡Ah, es Dora! Se graduó el año pasado en Literatura Inglesa. El papá tiene que conocerla. -Y agregó con tono desdeñoso-Ahora se cree mucho porque acaba de publicar un libro.
-Es interesante-observó Irene.
-Sí. Eso opina ella, al menos. Vino con Julio, pero no creo que esté enamorada de él.
Irene pensó que la joven era fascinante. La vio sola fumando junto a la piscina, como incapaz de integrarse en ningún grupo. O sencillamente tratando de posar de escritora incomprendida.
Al día siguiente pasó por una librería y vio su fotografía en un afiche destacado en la vitrina.
"Dora Meyer. Un talento emergente"
En un impulso, entró a comprar el libro. Vio que eran cuentos y pensó que podría probar con uno, al menos, para ver si era verdad lo del talento.
Desde la contratapa, la miraba la cara enigmática enmarcada en la melena oscura. Curiosamente, llevaba el mismo vestido negro de la noche anterior.
Esa tarde Irene cogió el libro y se dispuso a leerlo en el jardín.
Walter la llamó desde el escritorio para quejarse de cierto imbécil-así dijo-que había escrito un artículo dudando de la existencia de Shakespeare. Tenía una revista literaria en las manos y el aire estaba lleno del exquisito sonido de uno de los discos de Vivaldi que ella le había regalado.
Irene entró con el libro cruzado sobre su pecho. Walter levantó la vista y sus ojos quedaron fijos en la fotografía de la contratapa.
-¿Y ese libro?-preguntó.
-Es de una escritora nueva. Anoche estuvo aquí. ¿No la viste con Julio? Tomás piensa que fue alumna tuya.
El parecía molesto.
-No sé, quizás. No me acuerdo. Pero ¿por qué lo compraste?
-Me interesó conocerla. La encuentro misteriosa.
Walter hizo un sonido que en él significaba desdén y volvió al artículo de la revista.
Irene se sentó de nuevo en el jardín con el libro y buscó en el índice un título que le pareciera atractivo.
"Escuchando a Vivaldi" se llamaba el último cuento y le pareció una coincidencia leerlo mientras llegaban hasta ella las notas de "Il Gardelino", uno de los conciertos favoritos de Walter.
El cuento trataba de una estudiante de Literatura Inglesa que se enamoraba de su profesor.
Se habían juntado fuera de la clase a discutir aspectos de su tesis y él, entre otras cosas, le contó que le fascinaba Vivaldi. También le dijo que era casado. Pero su mutua pasión se desbordó incontenible.
Al final del  semestre él partía a Irlanda, a dictar un curso en el Trinity College y le pidió que lo acompañara.
El cuento describía el viaje, la habitación del hotel, las rachas de felicidad en medio de la angustia y la música de Vivaldi meciéndolos en un mar de arpegios embrujadores.
Había un final ambiguo, como si aquella pasión secreta sólo se hubiera replegado para embestir de nuevo con la fuerza de las olas.
Irene recordó el viaje de Walter el año anterior. Su extraña actitud cuando volvió, malhumorado y ausente. Ella pensó que tenía problemas en la Universidad y prefirió dejarlo tranquilo.
El resto del año pareció luchar solo en medio de un mar embravecido. Y luego, de a poco se fue tranquilizando y  volvió a ser el mismo.
Irene pensó en un náufrago que alcanza por fin la playa y se arroja a la arena exhausto.
Sin embargo, Dora había estado allí la noche anterior.
¿Era ese cuento mera ficción o su forma perversa de mantener viva una situación real, cuyo desenlace no aceptaba?
Desde el escritorio de Walter le llegaban las notas de una flauta imitando el vaivén incesante de las olas.
Era el concierto de Vivaldi: "Tempestad en el mar".

1 comentario:

  1. El encanto del cuento es que lo deja todo en suspenso, todo puede suceder, lo mas bello en un hermético secreto o lo mas tenebroso de un crimen pasional, mientras se escucha la "Tempestad del mar" Me gustó ACV2

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