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martes, 13 de diciembre de 2011

EL REGALO.

Cuando Diego ingresó al Club de Ajedrez, verlo y sentirme irremediablemente enamorada fue todo uno.
Pero pronto noté que evitaba jugar conmigo.
Cuando un día me paré frente a él, expectante, con mi tablero bajo el brazo, me dijo con cierta displicencia:
-No juego con mujeres.
Varios se rieron y uno le insinuó con malicia:
-¿Por qué no le das una oportunidad a la pobrecita?
Por fin aceptó con desgano. Los demás se pararon a observar  la partida, seguros de obtener diversión a costa de Diego.
En menos de un cuarto de hora lo tenía derrotado. Prefirió abandonar cuando vio que no le quedaba alternativa. .
Arreciaron las burlas de los que conocían de antemano mi habilidad y lo habían empujado a una derrota segura para reírse de su arrogancia.
Comprendí que había cometido un error al ganarle, porque nunca me lo perdonaría.
Pero como seguí enamorada sin remedio, traté de hacerme su amiga y las pocas veces en que se vio obligado a jugar conmigo, lo dejé ganar. Le daba harta guerra primero, eso sí, para que no sospechara.
En esos días llegó una nueva socia, Maritza, y al menos ya fuimos dos mujeres, como Lulú y Anita en el Club de Toby.
Maritza no era muy buena jugadora, pero era la única hija de un eximio ajedrecista y él quería que ella le siguiera los pasos.
Por supuesto, varios  ofrecieron enseñarle algunas movidas. Sus ojos verdes y su nariz pecosa atraían las miradas y temí que también mi amado sucumbiera a sus encantos. Pero él siguió en su papel de ajedrecista misógino y ya tranquilizada, me hice amiga de Maritza y también cooperé arduamente en hacerla mejorar su juego.
Pronto le conté de mi secreto amor por Diego y ella me prometió que por lealtad a mí, jamás lo miraría siquiera.
Se acercaba Navidad y empecé a soñar con hacerle un regalo a mi amado. Pero ¿qué?. La mesada que recibía de mis padres era harto exigua y tendría que darles prioridad a ellos y a los abuelitos. Seguro que no me sobraría ni un peso.
Y yo quería regalarle algo especial, único. Tan único y especial como era Diego para mí.
Tendida en mi cama, miraba sin ver, cuando mis ojos tropezaron con una reina de ajedrez que había sobre mi cómoda. La había guardado de un antiguo juego de mi papá, con el cual me había enseñado y que había quedado inutilizado por la pérdida de algunos alfiles.
La puse en la palma de mi mano y la miré con cariño. Para mí era valiosa pero para él, obviamente no significaría nada. A  menos de que inventara algo que realzara su valor. Una historia romántica y extraordinaria.
La envolví en un lindo papel y cuando faltaba una semana para Navidad, toqué el timbre en la casa de Diego.
Lejos de la competencia de los tableros, me recibió con simpatía.
-Diego-le dije-Te traigo un regalo de Navidad muy especial. A simple vista, no parece tener valor, pero es algo que ha estado en mi familia por generaciones. Has de saber que esta pieza de ajedrez la llevaba mi tatarabuelo apretada en su puño, cuando lo salvaron del naufragio del Titanic.
Abrió el paquete y sacó la reina. La miró impresionado y se quedó mudo unos segundos como si estuviera imaginando las extraordinarias circunstancias que rodeaban mi regalo.
-Pero ¡no debes desprenderte de ella!-exclamó emocionado.
-Sí, Diego, quiero que tú la tengas. Mi tatarabuelo estaba jugando ajedrez cuando ocurrió el impacto con el iceberg. Alcanzó a subir en uno de los últimos botes y sobrecogido, no advirtió hasta horas después, que apretaba en su puño esta pieza. ¿Quién sino tú, que amas tanto este juego podría ser el indicado para conservarla?
Me besó conmovido y salí de su casa convencida de que había ganado varios puntos. Indudablemente, había quedado como una reina con él. Como la reina de ajedrez que acababa de regalarle.
Varios días después, me visitó Maritza. Traía en sus manos un envoltorio de regalo.
-Claudia-dijo abrazándome-Vengo a agradecerte todo lo que te has sacrificado por mí enseñándome a jugar. Gracias a ti le he dado una alegría a mi papá. Está orgulloso de mis progresos. Ya casi jugamos en igualdad de condiciones.
Me alargó el paquete, agregando:
-Quiero darte algo que a simple vista no tiene valor, pero quiero que sepas que ha estado en mi familia como una reliquia, por generaciones. Es una pieza de ajedrez que llevaba mi tatarabuelo cuando lo salvaron del naufragio del Titanic. . . .
Desenvolví la reina que tan bien conocía y a medida que escuchaba la historia que yo misma había inventado, se me iba apretando el estómago al comprender lo que había detrás de tamaña coincidencia.
Le agradecí con fingida emoción y luego le pregunté sin darle importancia:
-¿Y has visto a Diego últimamente?
-¡Ah, sí!-respondió con el mismo tono de indiferencia con que yo había hablado-Pasó por mi casa el otro día.
-Te llevaría algún regalo, supongo. . .
Sí-respondió con displicencia-Una novela, pero ya la había leído.

2 comentarios:

  1. ¡Vaya chasco grande se llevó la enamorada! Ni "adornando" la historia del regalo consiguió captar el interés del pretendido.
    Y pienso que sí, muchos regalos van rotando en la vida real de mano en mano porque nadie los quiere. ¿Sobra algo en casa? Hala, a regalarlo jaja
    Saludos.

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  2. Bueno, buenísimo. Sorpresa tras sorpresa y al final queda de manifiesto la superficialidad de los afectos.

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