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jueves, 24 de marzo de 2011

SOLEDAD.

A principios de año, eché de menos a Silvia en el taller de Psicología.  
La llamé a su casa y me dijo que estaba enferma. Que tenía un cáncer inoperable y que había renunciado a la quimioterapia. Me pidió que le avisara a la profesora.
Sin embargo, dijo que iría a la clase siguiente, si se sentía bien.
Cuando llegó, noté de inmediato que había adelgazado y que se le había afilado la nariz. Pero simulé que la veía igual que siempre.
Después me di cuenta de que todas en el curso sabían de su enfermedad.
La misma Silvia se había encargado de llamarlas para contarles.
Me pareció tan extraña esa voluntaria exhibición de su sufrimiento. ¿Qué buscaba ella?
¿No había comprendido aún que la compasión no es sinónimo de afecto?
Ella no imaginó que en adelante, todas se sentirían incómodas en su presencia. Absurdamente culpables de estar sanas, de tener una vida por delante, mientras ella sentía que una puerta se cerraba a sus espaldas y otra más lo hacía frente a ella, dejándola en una especie de sala de espera gris, a donde nadie podía entrar a acompañarla.
Otra cosa que no anticipó fue la más cruel. La involuntaria mirada inquisitiva con que, día tras día, todas buscarían morbosamente, en sus facciones y en su cuerpo, los paulatinos estragos de la enfermedad.
¡Ah! Si se hubiera callado. Si hubiera elegido hacer en silencio su caminata hacia la penumbra.
¡Cuánto más delicada, cuánto más generosa habría sido en la heroica dignidad de su secreto!
Siguió yendo a clases, aunque a veces despertaba débil y cansada, como si mientras dormía hubiera arrastrado una carreta llena de piedras. .
No quería estar sola en su casa, pero en el Taller lo estaba también. .
Rostros amables, sonrisas alentadoras. . . . ¡Pero, cómo se callaban de repente al verla entrar en la sala!
¡Qué extraño fue para ella notar que la rehuían! Qué simulaban no ver como los delicados huesos de su cara iban emergiendo bajo su piel,  cómo sus ojos parecían ir creciendo, mientras se empequeñecía su rostro que alguna vez había sido hermoso.
Tras los gestos de afecto,  ella notaba un rechazo encubierto que jamás esperó.
Esa mañana en que, a una por una, las fuiste llamando para contarles que te morías. ¡Ay, Silvia! ¿Por qué lo hiciste?
Creíste que su afecto te sostendría y te daría valor. Pensaste que su compasión te envolvería como un manto tibio que te abrigaría del frío que se te iba metiendo en los huesos.
No habías aprendido aún que la gente rehuye el sufrimiento. Que prefiere acercarse a los que son sanos y felices, para mirarse en ellos como en un espejo.
Ahora intuías que uno se muere muy solo. Más solo de lo que nunca llegó a estar mientras vivía.

1 comentario:

  1. María Teresa Figueroa25 de marzo de 2011, 5:06

    Me gustaron tus cuentos, haces un muy buen uso de la gramática y el vocabulario. Pero, me parecieron tristes.

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