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jueves, 10 de marzo de 2011

DE RUSIA SIN AMOR.

Querida Nora:
Aquí sigo yo, languideciendo y entristeciéndome en este Verano interminable, mientras tú en la playa te tuestas como un marsmellow.
Te diré que después de mi breve reencuentro con el pelafustán que ya sabes, me sentí igual que si él hubiera entrado a mi corazón con los zapatos embarrados y me hubiera arruinado el parquet del amor propio.
Pero no me duró mucho la melancolía porque decidí entrar a un taller literario de Verano.
Increíble la cantidad  de solitarios que llegaron con su cuadernito bajo el brazo y sus ilusiones de un Premio Nacional de Literatura, bien disimuladas con la más hipócrita de las modestias.
Quién impartía el curso era un señor muy alto y muy flaco, miembro de la Sociedad de escritores,  aunque no parecía haber escrito nunca nada.
Se pararon algunas señoras y leyeron sus producciones. Había una extranjera que escribía de maravilla, pero pronunciaba tan mal el castellano, que apenas se entendía. Algo de unos caballos salvajes galopando en praderas azules y el resto se perdió entre muchas erres y muchas jotas, dejándome insatisfecha.
Luego, una señora ciega que había llevado la letra de una canción escrita en braille, cantó tan prodigiosamente que quedamos consternados. Yo sentí que el corazón se me convertía en pájaro y salía volando por mi boca. (Volvió a su lugar después de un revoloteo por la sala).
Nos dieron la tarea de escribir sobre un sueño. Algo lindo ¡ojalá!, porque ahora mis sueños se parecen a los cuadros de Picasso en la época de Guernica.
Al otro día sonó el teléfono y una voz grave y melodiosa se identificó como el secretario del Taller, que llamaba para darme la bienvenida.
Grata sorpresa, porque en esta  temporada veraniega, el teléfono suena una vez por semana y es equivocado.
Traté de recordar quién podía ser y se me presentó la imagen de un señor chiquitito, de bigote y sweter rojo. El rápidamente me suministró más datos: Era ruso, era viudo y tenía un gato llamado Ruperto.
No me costó darme cuenta de que me llamaba con intención de coquetear.
Y tú sabes, Nora, que la soledad es muy mala concejera.
Pero dejó de aconsejarme mal apenas lo vimos (la soledad y yo), en la clase siguiente. Era más chico y más bigotudo de lo que recordaba y la verdad es que no me gustó. Además, pensé que el sweter rojo proclamaba sus ideales marxistas.
El también parecía haber perdido sus ímpetus románticos y actuó como si jamás hubiéramos conversado. Eso me humilló, no voy a negarlo, porque ando con el ego algo insubordinado.
Lo raro es que a los pocos días volvió a llamarme con el mismo tono de seductor maduro y me dio a entender que lo tenía fascinado.  ¡Ja! Parece que había visto "Los puentes de Madisson", pero yo pensé que esto no daba ni para  "Los puentes del Mapocho".
Además, me parece que el temperamento de los rusos no es tan voluble. Por el contrario, sus pasiones son persistentes y arrebatadoras. En cambio éste parecía concentrar su vehemencia en su nostalgia por Stalin y reservar sus ternuras para el gato Ruperto.
En resumen, sólo me llamaba cuando estaba aburrido.
Así es que me cansé del jueguito y me retiré del  taller. Pero, por el calor, no por el ruso.
Ahora estoy leyendo a Dostoievski.
Echándote de menos
Betty.  

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