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viernes, 17 de febrero de 2012

LA MERIENDA DE JUAN.

Un día, mi hermano Juan se fue de la casa, después de una fuerte discusión con mi madre.
Ella lloró mucho y esperó en vano que él volviera.
Día tras día, noche tras noche, yo la veía con el oído atento al ruido de sus pasos en la vereda, al sonido de su llave en la cerradura.
Comíamos en silencio.
Ella ponía un plato y un cubierto en el puesto de Juan. Y a medida que comíamos, se iba poniendo cada vez más triste. Lavaba los platos en silencio y subía a acostarse.
Pero una noche, cuando me estaba poniendo el piyama, la escuché bajar y me sorprendió oír ruido de vajilla en el comedor.
Bajé a ver qué hacía.
Había puesto en la mesa un vaso de leche y un plato con un pan.
-Es para él-me dijo-Podría llegar tarde y con hambre.
Luego se acercó a la puerta de calle y la dejó apenas junta.
-¿No crees que es peligroso, mamá, dejar la puesta sin picaporte?
-No, hijo. ¿Quién querría hacernos daño? Y tal vez Juan ha perdido su llave...
No quise contrariarla. Vivíamos en un barrio tranquilo y nuestra casa era modesta. De lejos se notaba que teníamos bien poco que robar.
En la mañana ella se levantó  temprano y la vi desilusionada al ver intacta la merienda de Juan.
-Anoche no llegó-me dijo- ¡Pero sé que él vendrá!
Y siguió noche a noche con su ritual de amor y de nostalgia.
Hasta que una mañana, cuando bajó al comedor, la escuché dar un grito y luego llorar.
Pero no lloraba de pena sino de alegría.
El vaso estaba a medio llenar y del pan sólo quedaban unos pedazos.
-¡Juan vino! ¡El vino! ¿Ves que yo tenía razón? Tiene hambre y no se atreve a venir de día. ¡Seguro que piensa que no lo he perdonado!
A mí me sorprendió y me preocupó mucho el asunto.
Sabía que no podía ser Juan.
Hacía unos meses me habían llamado del cuartel de policía. Me condujeron a la morgue.
Sobre una loza vi el cuerpo de mi hermano. Flaco pero sereno, con una semi sonrisa en los labios.
Organicé el sepelio sin que lo supiera nadie. Mi madre tenía el corazón débil y una noticia así la mataría.
Fingí creer que era Juan el que había venido, pero esa noche, cuando supuse que ella se había dormido, bajé despacito y me senté en un rincón del comedor, en un sillón que quedaba totalmente en la sombra.
La débil luz que arrojaba el farol de la calle caía sobre la mesa e iluminaba escasamente la merienda preparada por mi madre.
Pasadas las doce, escuché crujir débilmente la reja del jardín y luego la puerta se abrió sin hacer ruido.
Un hombre joven y flaco entró en puntillas y se sentó a la mesa. En la penumbra pude ver que iba pobremente vestido, casi harapiento. Llevaba el pelo largo y desgreñado y una barba de varios días oscurecía sus mejillas hundidas.
Tomó leche y comió pan, pero vi, sorprendido, que dejaba una parte de ambas cosas.
Se limpió la boca con el dorso de la mano y salió tan silenciosamente como había entrado.
Mi madre estaba ilusionada.
-¡No se atreve a venir de día, pobrecito! Pero al ver que le dejo éstos alimentos comprenderá que todo está olvidado y que lo espero con amor. ¡Ya verás como una mañana viene y me despierta con un beso!
Vivió en la dulce esperanza hasta que un día, su corazón debilitado no quiso latir más.
La llevé a la clínica y esa noche murió con mi mano entre las suyas y con el nombre de Juan entre los labios.
Volví a la casa destrozado, pero no me olvidé de poner el vaso de leche y el pan sobre la mesa.
Como cada noche, me escondí en la sombra y esperé al desconocido.
Vino y cuando estaba comiendo lentamente su trozo de pan, le hablé en voz baja:
-¡No se asuste! No voy a hacerle daño.
Se sobresaltó y quiso huir, pero lo detuve poniendo la mano sobre su hombro..
-Noche tras noche te he visto venir. ¿Por qué crees que ahora te querría hacer daño o llamar a la policía? Sólo quiero saber quién eres.
-Me llamo Juan-me respondió ya más tranquilo-No tengo casa. Duermo bajo el puente. Una noche al pasar frente a su casa, vi la puerta entreabierta. Tenía hambre y sed. Por eso tomé los alimentos.
-Me pregunto por qué, si tenías tanta hambre, siempre dejabas algo.
-Porque pensaba que después de mí, podría venir alguien que también tuviera hambre.
Sus ojos eran transparentes y me miró con la confianza de un niño.
Le conté la historia de mi hermano, que se llamaba Juan igual que él, y de la ilusión que sin querer le había dado a mi madre, alegrando sus últimos días.
-Me he quedado solo-le dije-No tengo madre ni hermano. Ven a cenar conmigo cada noche y si quieres, puedes dormir en la cama de Juan. Mi madre la tenía preparada, esperándolo.
El ya no vendrá, pero quizás con el tiempo tú podrías llegar a reemplazarlo. Ella se alegraría, estoy seguro.

2 comentarios:

  1. Este cuento es bueno por cuanto despierta sentimientos en quien lo lee pero lo narrado es tan triste que... uffff
    Saludos, Lillian
    José

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  2. Un cuento muy emotivo. Confieso que me hizo derramar un par de lágrimas. Me conmovió la exaltación del amor materno que todo lo perdona. Es un gran mérito del escritor lograr tocar la fibra sensible del lector hasta hacerlo llorar. ¡Bravo!

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