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domingo, 5 de febrero de 2012

ZURCIENDO EL AMOR.

Julian y Sylvia se habían casado porque ella estaba encinta.
Fue él quién quiso casarse sin que nadie lo apremiara.  Ella no quería y hasta el mismo día de la boda dudó entre tomar un tren a cualquier parte o arrojarse por la ventana.
Así fue como su matrimonio partió agrietado desde el comienzo.  Como un vaso en el que se nota apenas una trizadura zigzagueante que lo recorre de arriba abajo,  pero que con el paso del tiempo y el uso,  terminará por partirlo en dos.
Vivían en el segundo piso de un oscuro departamento rodeado de enormes torres que lo privaban de los rayos del sol. Llegaron en Invierno, cuando el frío y los días nublados acentuaban su lóbrega pobreza.
Nació el niño y Sylvia lo sacaba a pasear en su cochecito,  protegiéndolo del viento con un pañal.  Cuando llovía,  se quedaba mirando los charcos que se iban formando en el patio interior,  mientras pasaban las horas y caía la noche,  no muy diferente del día en aquel departamento en el que la luz eléctrica estaba siempre encendida.
Julian estudiaba en un Instituto vespertino y empezó a llevar a la casa a dos compañeros,  Victor y Mario,  para que estudiaran en grupo.
Pero el llanto del niño o los desplazamientos de Sylvia en el estrecho departamento los distraían.  Así fue que empezaron a subir al cuarto piso,  al departamento de una tía de Julian,  el que quedaba desocupado todas las tardes,  cuando ella salía a ver a sus amistades.
Era esa tía quién les arrendaba a bajo precio el lugar donde vivían.  Una mujer generosa que adivinando sus necesidades,  a menudo pasaba en las tardes a ver al niño,  llevándole un paquete de pañales o un muñeco de goma.
Sylvia la veía llegar envuelta en pieles y perfumada.  No ocultaba que iba a ver a su amante. Era una viuda joven y libre de hacer lo que quisiera con su vida.
Aquel Invierno,  tal vez porque llovía y porque eran tan pobres y sin esperanzas,  Sylvia se enamoró de Mario.
Era alto y fuerte,  de tez morena y cabello ondulado.
Cuando estrechaba su mano,  Sylvia sentía que el efímero contacto la hacía enrojecer.  Su corazón latía alocadamente y luego una dulce languidez se apoderaba de su cuerpo. Ansiaba apoyar la cabeza en su pecho y en las noches,  al dormirse,  imaginaba que la almohada era el pecho de Mario y hundía en ella su mejilla ardorosa.
Apenas alcanzaba a mirarlo antes de que subieran al cuarto piso a estudiar. Dejaban sus abrigos y se iban.  
Mario era serio y distante,  pero había algo emotivo en su rostro,  que parecía residir en la suave curva de sus labios llenos.
Una tarde de lluvia,  llegó atrasado y como siempre le entregó su abrigo para que se lo colgara en el perchero.  Luego subió apurado a reunirse con sus amigos.
Sylvia  restregó devotamente su mejilla contra la tela húmeda y cuando iba a colgarlo,  notó que el forro de las mangas estaba gastado y descosido.
En un gesto temerario,  sacó su cestito de labor y se puso a remendarlo.  El niño dormía y ella se abstrajo en su dulce tarea,  mientras la lluvia resbalaba en los vidrios.
No se dio cuenta del paso de la hora y de pronto escuchó el sonido de la llave de Julian en la cerradura.
Sobresaltada,  tomó el abrigo y lo colgó rápidamente.
No se dio cuenta,  hasta mucho después,  de que había olvidado cortar el hilo y que la aguja había quedado clavada en la tela del forro.
Rogó en silencio para que,  al ponerse Mario el abrigo,  la aguja se desprendiera y él no notara el hilo que colgaba de la costura interrumpida.
Pero,  días después,  cuando Mario volvió,  llevaba un abrigo nuevo.
Al entregárselo,  le dijo con voz dura:
-El abrigo viejo lo uso sólo cuando está lloviendo.
Sylvia reaccionó con rapidez, aunque temblaba:
-¡Claro! ¡Por supuesto! Todos hacemos lo mismo. . .
Pero él no le contestó y más tarde,  al despedirse,  apenas la miró.
Ella comprendió que su peor temor se había cumplido.
Lo imaginó llegando a su casa y al sacarse el abrigo, viendo la aguja clavada en el zurcido a medio hacer.
Quizás había sido peor.  Quizás había sido su esposa la que la había encontrado y le había hecho una escena.
-¿De donde vienes? ¿Quién te estuvo remendando el abrigo?
Y para él,  la sorpresa primero y luego la lenta comprensión y el rechazo hacia el gesto de Sylvia.
-¿Se sintió herido en su amor propio porque ella lo consideraba pobre? ¿O fue más profunda su aversión al adivinar el amor que le profesaba la mujer de su amigo?
No volvió a verlo.
Sylvia no recordaba si fue porque se acabó el semestre o si su separación de Julian interrumpió sus visitas.
Tiempo después, cuando por costumbre o por desidia habían reanudado su vida juntos,  durante una de sus frecuentes discusiones,  Julian le gritó de pronto:
-¡Hay algo que quiero saber! ¿Alguna vez le hiciste una insinuación a Mario?
--¡Estás loco! ¿Por qué lo dices?
-Porque en el tiempo en que estuvimos separados,  Mario me preguntó si tú me habías sido infiel.
Sylvia enmudeció y de nuevo en su imaginación vio nítidamente la aguja enhebrada clavada en el zurcido inconcluso.
Inocente confesión de un amor rechazado,  pero que fue el inicio de una larga historia de infidelidad conyugal.

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