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miércoles, 29 de febrero de 2012

DOLOR DE OIDOS.

Mis papás me dejaron el fin de semana en la casa de la abuela, y por no obedecerle y quedarme metido en la piscina hasta que oscureció, me enfermé de los oídos.
Eso dijo ella, al menos, y que lo tenía bien merecido por porfiado.
Pero en la noche me escuchó quejarme y llegó a ponerme en los oídos unos tapones de algodón empapados en aceite tibio.
Aseguró que me iba a mejorar, que ese era el remedio que le hacía su mamá cuando ella era chica.
Por más que traté, no me pude imaginar a la abuela como una niña. ¿Qué tiempos serían esos?
La vi de repente envuelta en pieles, arrancando de un mamut. Pero no, eso era mucho.
Después me la imaginé pasándole los hilos a  Doña Javiera Carrera, mientras ella bordaba la primera bandera de Chile. Ahí lo encontré mejor.
Me anduve adormeciendo,  pero me despertó el dolor y me puse a llorar. Traté de aguantar porque ya tengo diez años y se supone que los hombres no lloran.
Para obligarme a ser valiente, me puse a imaginar que estaba en la guerra y que las esquirlas de una granada me habían entrado a los oídos.
Estaba metido en una trinchera de la Primera Guerra Mundial y a mi lado había otros soldados que estaban más heridos que yo.
De repente alguien gritó:
-¡Gas! ¡Gas!
Y todos nos pusimos las máscaras anti gas que nos habían entregado. ¡Un segundo tarde y no estaríamos contándolo!
Pero aunque me imaginara lo de la guerra, igual me dolían tanto los oídos que solté el llanto y desperté a la abuela.
Otra receta casera que se le ocurrió fue echarme humo de cigarrillo en el "conducto auditivo" (así dijo ella). Aseguró que como era calientito me iba a aliviar.
Yo creo que fue pretexto para poder fumar,  porque yo sabía que el médico se lo tiene prohibido.
Al otro día amanecí mejor y como hacía calor, no me quise quedar en cama.
Tenía un zumbido como cuando uno se acerca al oído un caracol de mar y escucha el ruido de las olas. Pero el mío era con terremoto y tsunami incluidos, así de fuerte.
Sin que la abuela me viera salí a andar por la cuadra.
Me sentía raro, como metido en una escafandra. Oía todos los ruidos de la calle y otros más que venían no sé de dónde. Pero todos me llegaban como si pasaran a través de un túnel de algodón.
De pronto, escuché una voz que decía:
-¡No se vayan tan luego! ¡No me dejen, por favor!
Miré para todos lados y no vi a nadie, pero la voz seguía rogando y otras vocecitas, como de niñas, le empezaron a contestar:
-¡No podemos quedarnos! Ya llega el Otoño...
Entonces me di cuenta de que era un árbol que estaba hablando con sus hojas.
Las vi amarillas y secas. No cabía duda de que el Verano terminaba...
Vino un soplo de viento fuerte y todas salieron volando como una bandada de pájaros.
-¡Adiós, adiós!-gritaron al unísono.
 Y el árbol dobló sus ramas desnudas y suspiró con desaliento.
Seguí caminando y no había andado ni dos pasos cuando escuché un grito débil que venía desde un charco.
Me agaché y vi a una abeja que aleteaba desesperada tratando de mantenerse a flote.
-¡Sálvame! ¡Sálvame, por favor!
Tomé un palito y se lo acerqué para que trepara. Con suavidad la puse sobre el pasto.
-¡Gracias!-suspiró aliviada- Ahora, apenas el sol me seque las alas podré de nuevo volar.
-¿Y qué andas haciendo por aquí, tan lejos de tu colmena?
-Buscando el néctar de las flores. Debemos apurarnos en fabricar miel para el Invierno, porque parece que éste será más largo y más crudo que otros años.
Ensayó a mover sus alitas, que eran como de vidrio, y levantó el vuelo. Zumbó un momento a mi alrededor, como despidiéndose y desapareció entre los rosales de un jardín.
A todo eso, ya me había dado cuenta de que la enfermedad de los oídos me había hecho un efecto mágico. Podía oír hablar a los árboles y a los insectos y quien sabe a cuantas cosas más.
Estaba encantado, pero pensé que era mejor que no se lo contara a nadie porque me tildarían de mentiroso.
En el umbral de una puerta vi sentado a un gato. Era amarillo y gordo y tenía puesto un collar con un cascabel.
Me miró con aire indiferente, más bien despectivo. Ustedes saben lo soberbios que pueden ser los gatos.
-¡Hola, Micifús!-lo saludé, tratando de caerle simpático.
-No me llamo así-respondió cortante- Mi nombre es Genaro Fernández y soy dueño de la niña que vive aquí.
Me quedé pasmado ante su desfachatez.
-¿Así que eres dueño de una niña?
-Sí-respondió muy seguro de sí mismo-Y sería bueno que se apurara en llegar porque ya es la hora de mi leche.
Vi acercarse a una niñita rubia cargada con una mochila.
Se acercó al gato y lo tomó en sus brazos. El ronroneó y se enroscó, mirándome de soslayo con petulancia.
En seguida saltó y entró a la casa, maullando.
-¡Es hora de su leche!-exclamó la niña y se despidió de mí rápidamente.
Escuché la voz de mi abuela que me llamaba y vi el auto de mis padres detenido frente a la casa.
-¡Te traje unas gotas para los oídos!-me anunció mi mamá al verme entrar- Tu abuelita me avisó por teléfono.
Las gotas eran bastante buenas y a la mañana siguiente ya estaba sano.
Me pregunto si ese día andaba con  fiebre o si realmente escuché todo lo que les he contado.
Por si acaso, no se lo repitan a nadie. No quiero que se rían de mí.

1 comentario:

  1. Este cuento es apropiado para contárselo a algún niño.
    Preparas bien la aparición del "poder repentino" de escuchar esas cosas... Me sorprendió lo del humo del tabaco en los oídos. Un acierto la referencia a la Primera Guerra Mundial y la escena con la abeja (yo incluso salvo a las temibles avispas cuando les pasa eso).
    Y con el gato, señalas algo que también pienso, especialmente de los perros: al final los humanos parecen las mascotas. Les dan de comer, los cuidan, los sacan a pasear varias veces al día, recogen sus excrementos... son criados suyos. Deberían prohibir tener perros en las casas y viviríamos con menos ruidos.
    Saludos y mucha salud!
    José

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