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domingo, 5 de febrero de 2012

LA ESCRITORA.

Mirta se asombró al ver cuánto había cambiado el pueblo en sólo cinco años. La calle principal lucía colorida, llena de tiendas que exhibían sombreros y artículos de playa colgados en la vereda.  No supo decir si le gustaba,  pero era indudable que atraían a los veraneantes.
Bajó a la playa y se encontró con otras novedades: Un puesto de bebidas y un hombre que arrendaba sillas plegables,  dormitando bajo un toldo de lona.
El sol clavaba millares de  flechas de oro en el mar,  como si quisiera matarlo.  Pero el mar no moría.  Se revolcaba como una fiera rugiente y continuaba el eterno batir de sus olas contra las rocas.
Mirta regresó lentamente a la casa de huéspedes donde se había alojado. Se cruzó con varias personas y pensó que alguien podría reconocerla.
Pero,  se notaba que en el pueblo ya nadie la recordaba. O al verla,  no la relacionaban con la inquilina que hasta hacía cinco años había arrendado la casita blanca de persianas azules.
La había ocupado durante muchos veranos. Se iba a escribir, sola con sus cuadernos y su computador y aunque muchos sabían que era escritora,  nadie en el pueblo leía sus libros ni parecía muy impresionado por su presencia.
Ella había escrito siempre con un seudónimo: Doris Carter.  Y la fotografía que aparecía en la contratapa de sus novelas era una que le habían tomado casi al principio de su carrera. De modo que si alguien,  casualmente hubiera comprado alguna ,  dificilmente la habría reconocido.
Habían pasado cinco años en que aprovechó los veranos para conocer otros países. Quería renovar sus novelas ambientándolas en sitios más exóticos.
Ahora había vuelto,  pero le pareció cansador arrendar y prefirió tomar una habitación en en una casa de huéspedes,  en el centro del pueblo. No llevaba su computador, sólo un cuaderno de notas,  por si se le ocurría alguna idea.
Se sentía fatigada y hacía ya dos años que no sacaba un libro.  Su editor le escribía con frecuencia amables cartas que disfrazaban mal su apremio por una nueva entrega.
A la hora de almuerzo,  la sentaron en una mesa ya ocupada por un hombre.  Las otras dos estaban reservadas a un matrimonio con niños y a una pareja madura.
La dueña los presentó sin ceremonias:
-Mirta,  Bernardo.
Ambos se sonrieron y estuvieron comentando un rato las características del balneario.
Bernardo le dijo que era la primera vez que venía y a continuación le contó que era profesor de Literatura. Tenía un rostro anguloso,  en el que destacaban su boca sensible y sus ojos claros. Sobre su frente caían mechones de pelo que empezaban a encanecer.
Mirta no pensó ni por un minuto en decirle que era escritora,  pero la conversación derivó en forma natural al tema de los libros.
De pronto él le preguntó:
-¿Conoce a Doris Carter?
Ella creyó que la había reconocido y que estaba bromeando,  pero al mirar sus ojos límpidos,  carentes de toda intención,  comprendió que era una coincidencia.
-Sí, claro. He leído sus libros.
-¿Leyó "La máscara dorada?" ¡Siempre ha sido mi favorito!
Mirta guardó silencio,  sorprendida por su vehemencia y él siguió diciendo:
-¿Sabía que antes ella venía aquí todos los veranos? Dicen que sus mejores libros los escribió en este pueblo.   Me contaron que arrendaba una casita blanca que ahora está medio destruida.   He ido a verla y me he sentado en el jardín abandonado,  pensando que ahí estuvo ella también,  escribiendo tal vez bajo esos mismos árboles.
Escuchándolo,  Mirta sintió que ya era tarde para darse a conocer.
 Además,  pensó que su rostro de ahora y su pelo encanecido tenían poco que ver con la fotografía que él había contemplado en la contratapa.  La prueba estaba en que,  admirándola tanto,  no la había reconocido. Era indudable que se decepcionaría si ella le revelaba su identidad.
Al día siguiente,  a la hora de almuerzo lo vio llegar atrasado al comedor, apurado y con su pelo desordenado por el viento.
-He andado por el pueblo-le dijo-Mucha gente se acuerda de Doris Carter,  de cuando venía a escribir durante los veranos.  He logrado que me cuenten de ella,  aunque en realidad la veían poco.
Mirta pensó en la hostilidad que muchos habían sentido hacia ella,  al verla aislarse en la casa.  No comprendían que necesitaba la soledad para escribir y la tildaban de arrogante.
-Perdón-le preguntó-¿Piensa usted escribir una biografía de Doris Carter?
Sonrió con cierta turbación.
-En realidad no.  Investigo por mi propio gusto. Toda la vida la he admirado y he seguido su obra con gran interés.
Mirta lo miraba fijamente mientras hablaba. La conmovía su fervor y se sentía atraída por su rostro enjuto y sus ojos transparentes.
¿Qué pasaría si le dijera que yo soy Doris Carter? Se preguntaba,  pero algo la contenía y sentía que al no haber hablado al principio,  ahora su silencio le parecería incomprensible.
Al día siguiente decidió ir a visitar a la única amiga que que había tenido en aquellos veranos.  Era Julia,  la dueña de la casita blanca y que año tras año se la había reservado negándose a arrendarla a ningún otro.
La recibió jubilosa y por algunos momentos se abrazaron sin decir nada sensato.
Luego se les fue la tarde hablando de los viajes de Mirta,  de su sequía literaria y de los amores de Julia,  que siempre entremezclaban las risas con el llanto.
Mirta se acostó cansada y contenta.  Julia la había dejado invitada para ir a tomar el té con ella el Domingo y pensó que entonces le hablaría del huésped de la residencial y del conflicto en que se veía envuelta por no haberse dado a conocer a tiempo.
Al llegar ese día,  Julia la recibió eufórica:
-¡Te tengo una sorpresa! Ayer me presentaron a un admirador tuyo que quiere conocerte.   Anda por el pueblo indagando sobre tu vida y lo he invitado a que venga hoy.
Mirta se levantó del sillón sobresaltada e hizo ademán de partir,  pero en ese instante sonó el timbre.
-¡Es él!-exclamó Julia y corrió a abrir la puerta.
Entró Bernardo con rostro expectante.  Miró a Mirta como sorprendido de encontrarla ahí y luego se volvió hacia Julia.
-¿Y ella,  Doris,  no ha llegado?
-Por supuesto-rió Julia-Ella es Doris Carter.
-¿Cómo? ¿Usted?-se quedó callado un momento y luego le habló con voz ronca- ¿Y por qué no me dijo nada? Me dejó hacer el ridículo hablando. . . ¿Eso la divertía?
Llevaba en sus manos un libro de ella.  Miró la contratapa donde esa fotografía de hacía veinte años mostraba a una mujer joven de mirada luminosa.
Volvió sus ojos hacia Mirta y pareció compararlas.  Ella sintió una punzada de dolor al tomar conciencia más que nunca,  de su pelo encanecido y de sus ojos rodeados de arrugas.
-Se estuvo riendo de mí ¿no es cierto?-articuló al fin el hombre, entre decepcionado y rabioso.
Dió media vuelta y abandonó la casa sin despedirse.
Mirta permaneció inmóvil en medio de la habitación y Julia,  que no comprendía nada,  la apremió para que le explicara.
Pero ¿Tenía ella alguna explicación sensata?
Volvió a la casa de huéspedes al anochecer,  con la esperanza de encontrarlo.  Pero no lo vio en el vestíbulo y la puerta de su pieza permanecía cerrada.
Confió en que al día siguiente  se encontrarían en el comedor a la hora del desayuno.  Pero Bernardo no apareció ni tampoco lo vio llegar a la hora de almuerzo.
Preguntó por él a la patrona.
-Se fue, Mirta.  Salió muy temprano esta mañana.  Parece que recibió un llamado urgente de Santiago y no tuvo más remedio que partir.

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