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viernes, 3 de febrero de 2012

DEJAME QUE TE CUENTE...

Nora estaba afanada tratando de escribir un cuento basado en el tema que había dado el profesor del taller literario.
Era una anécdota descabellada sobre un mosquito que flotaba en una hoja sobre un charco de lluvia.  De ahí había que extraer una metáfora o una reflexión filosófica,  en fin,  ¡algo! ,  y a partir de eso,  construir una historia.
Nora se tomó una aspirina por anticipado,  como para cerrarle la puerta en las narices al dolor de cabeza que ya vendría ¡oh,  sí! inexorable.
Pensó en el profesor.  En su cabello rizado,  en su  aire entre  inocente y descarado,  en su barba hirsuta que aveces,  como humorada,  se afeitaba dejando al descubierto sus juveniles mejillas. . . Suspiró y reconoció que lo hallaba exquisito. Pero ¡ay! tenía sólo treinta y seis años y lo peor era que representaba veinte.
Nora, que ya había cumplido los cincuenta hacía unos años,  no recordaba cuántos,  afortunadamente,  guardaba su amor bien oculto,  como una cleptómana que acaricia en el fondo de su bolsillo el producto de su robo. Después de todo,  amarlo era como robarse a sí misma. Sólo a ella podía hacerle daño.  ¡Nadie se enteraría jamás!
Así meditaba mientras chupaba la tapa del bolígrafo,  en busca de la punta de una hebra que le permitiera hilvanar su cuento,  cuando sonó el timbre.
Era Betty.
Entró un poco alicaída y se quedó largo rato callada como si no recordara a lo que había ido.
Pero al ver al Nora con el lápiz en la mano,  se acordó de golpe y enrojeció.
-¡Estoy tan confundida!- suspiró- Y tú eres la única en quién puedo confiar.
-¿Qué pasa,  Betty? ¿Algún traspié de Aldo?
(Aldo era su marido. )
-¡No! ¡Pobre ángel! Soy yo la que está a punto de arrasar con todo,  como un sunami. . .
-Bueno, pero cuenta.
-Es que me da vergüenza.  Tú ves,  a mi edad. . . ¡Cuarenta y ocho no son pocos!.
Nora,  mentalmente,  le agregó diez más y pensó que se quedaba corta.
-Y él ¡tan joven!-suspiró Betty,  ajena a la actividad matemática que desarrollaba su amiga.
Sacó de su cartera un papel y se lo alargó, entre orgullosa y avergonzada.
Nora vio que era una carta y reconoció la letra del profesor.
Se la devolvió sin leerla y sintió que un escalofrío le subía por la espalda y le erizaba el pelo de la nuca.
-¡Me la escribió él ! ¡Me dice que me admira, que está enamorado, Nora! ¡Enamorado de mí! ¿te das cuenta?
-¿Y qué piensas hacer?-consiguió articular ella.
-Le he dicho que no puede ser, que soy casada y mayor,  pero él insiste. . .
-¡Espero que no tomarás en serio esta tontería! ¿Cómo se te ocurre enamorarte de un tipo tan joven? ¡Sólo a una loca que no se mira al espejo y no se ve las arrugas se le podía ocurrir!
Betty la miró asombrada ante la vehemencia de su crueldad y al ver sus ojos arrasados de lágrimas lo comprendió todo.
-¿Tú también,  entonces,  Nora?
Y como era noble,  olvidó las palabras ofensivas que acababa de dirigirle y la rodeó con sus brazos.
Días después, supieron que Maritza estaba con depresión y decidieron ir a verla.
Al entrar a su dormitorio,  la vieron echada en su cama con la cara sepultada en la almohada.
-¡Mujer! ¿Qué te pasa? Hace dos semanas que no vas al taller.  El profesor ha preguntado por ti.
Al escuchar ésto,  Maritza lanzó un sollozo desgarrador y sin mirarlas, les tendió un papel arrugado y mojado de lágrimas.
Ambas distinguieron una letra demasiado conocida,  y sin tomarlo,  retrocedieron al mismo tiempo.
-El me escribió-continuó su amiga-Me dice que me admira,  que está enamorado. . . ¿Qué voy a hacer?
Betty estaba muda. Nora tosió como si se hubiera  atragantado con un hueso de pollo.
Al no obtener respuesta, Maritza empezó a divagar:
-Después de todo, no le llevo tantos años. . . . Y ahora no se ve mal que mujeres mayores anden con jóvenes.  ¡Ahí tienen a  la Demmy Moore!
-Sí,  pero mira cómo le fue también,  pues Maritza. ¡Divorciada y anoréxica,  la pobre ilusa!
Salieron de ahí deprimidas.
Y se deprimieron más,  días después,  cuando supieron que Muriel se separaba del marido después de confesarle que estaba enamorada del profesor y que él le correspondía. . .
Resultado,  eran como cinco las involucradas.  Y una tempestad de celos y recriminaciones mutuas arrasó con el Taller.
A la siguiente clase no llegó nadie.  Pero lo más desconcertante fue que por correo les llegó el cobro de la última mensualidad y casi todas pagaron.
La única que no pagó fue Betty,  porque Aldo se la había llevado a Buenos Aires para que olvidara,  después de que ella , llorando,  le contó que casi había cometido un desliz...

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