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Les doy la bienvenida a mi blog y les solicito encarecidamente que me dejen sus comentarios a mis entradas, pues su opinión es de gran valor para mí.



miércoles, 29 de febrero de 2012

BUENAS INTENCIONES.

¿Por qué me tuvo que pasar esto? -pensé.
¿Por qué tuve que conocerla justo cuando estaba tan bien sin ella?
Sí. Tan bien, tan tranquilo. Confiando en que el Destino me mantuviera lo más lejos posible de esa fauna salvaje y depredadora llamada Mujeres.
Ya había tenido bastante con Sandra y sus caprichos de diva del celuloide.
Ahora que estaba tan de moda revivir el cine mudo, ahí andaba ella con su expresión enigmática de Greta Garbo con insomnio. Párpados a media asta y pestañas embetunadas de negro, presagiando el color que tomaría mi futuro si seguía a su lado .
Me tuvo hechizado tres meses y cuatro borracheras.
Bebí para olvidarla y me fue tan bien que al final se me olvidó por qué bebía. Así es que dejé la botella y me reintegré a la sobriedad y a la vida social austera.
Hasta esa noche en que acepté ir a la fiesta de Martínez.
Era su cumpleaños o el de su mujer, no lo tenía claro. Así es que, por las dudas, llegué con un ramo de flores y una botella de vino. Así quedaba bien con los dos.
Al poco rato me di cuenta de que la fiesta era una lata.
Mozos circulando con bandejas de canapés que desaparecían al segundo, mujeres fumando entusiasmadas como si acabara de descubrirse la vacuna contra el cáncer y cuatro borrachines haciendo Karaoke a un costado del salón.
Escapé al jardín y me encontré al borde de una piscina ostentosa como el resto de la casa.
Hacía calor y estaba deliciosamente oscuro. Sólo unos cuantos farolitos chinos distribuidos entre los arbustos iluminaban el entorno.
Me senté en el borde de la piscina. Me quité los zapatos y los calcetines, enrollé mis pantalones hasta la rodilla y sumergí mis acalorados pies en el agua fresca.
Ahí estaba, relajándome bajo el resplandor de las estrellas y aspirando el olor de la noche, cuando un suave rumor me llegó desde el centro de la piscina.
Alguien nadaba en la oscuridad. Mejor dicho, flotaba de espaldas dejando que una mata de cabello se esparciera a su alrededor. Estaba oscuro, pero no tanto como para impedirme ver que se trataba de una joven preciosa que no llevaba nada encima, excepto un collar de perlas.
Me quedé quieto, en muda contemplación de su hermosura.
-¡Una sirena!-pensé arrobado- ¿Pero cómo llegó hasta aquí desde la playa?
En ese instante, ella me vio y se sumergió dejando sólo su nariz fuera del agua.
Luego nadó hacia mí y sin un atisbo de timidez me preguntó:
-¿También te aburriste?
-Sí-balbuceé turbado- ¿Estás en la fiesta?
-Estaba-dijo ella-Vine con mi novio, pero me escapé y decidí bañarme. A propósito, ¿podrías ir hacia la escalera y alcanzarme mi ropa?
Nadó rápidamente y nos encontramos junto a la escalinata de fierro.
Le entregué un sedoso bulto que me imaginé incluiría sus prendas interiores. Aunque era posible que no usara nada debajo del vestido...
-Vuélvete mientras me visto-ordenó imperiosa.
No se demoró nada, confirmando mis exquisitas sospechas.
-Ahora puedes mirar-me informó, riendo.
Lo hice y me encontré frente a la mujer más hermosa que había visto en años.
Llevaba un vestido color coral que flotaba en torno a ella semejante a la corola de una camelia.
Rápidamente estrujó su largo pelo cobrizo y lo anudó en un rodete sobre su cabeza.
-Ahora me voy, antes de que me echen de menos.
-Pero ¡dime al menos cómo te llamas!-la urgí.
Lanzó una risita y calzándose rápidamente sus sandalias de tacón, se alejó hacia la casa.
Y ahí quedé yo, como un ridículo pelafustán, descalzo y con los pantalones enrollados a la altura de las rodillas.
Cuando estuve en condiciones de seguirla, ya era tarde. Se perdió entre la masa de invitados y no pude encontrarla.
Y ese fue el momento en que pensé:
-¿Por qué tuve que conocerla si estaba tan tranquilo?
Era evidente que, después de verla, tranquilidad era sinónimo de aburrimiento.
El Lunes Martínez llegó tarde y sólo al medio día me pude acercar a él para sonsacarle algo sobre la pelirroja de la fiesta.
Ella había dicho que andaba con su novio así es que me las tuve que ingeniar para averiguar sin que se me notara el interés.
Resultó que se llamaba Josefina y era la cuñada de Martínez. Una chica veinteañera que estaba pasando unos días en su casa.
-De novio, nada- dijo él-Es sólo una invención suya para alejar a los moscardones.
  Y me miró con cara de insecticida.
-Veo que te impresionó, pero no te hagas ilusiones. Has de saber que la dejaron a mi cuidado, y tú tienes una fama, compadre, que mejor no hablamos...
Era verdad. Mi tortuoso romance con Sandra había trascendido más que un cotilleo de farándula y me costaría mucho probar que había recobrado mi condición de hombre serio.(Suponiendo que alguna vez la hubiera tenido...)
Pero esa chica ameritaba cualquier sacrificio.
Poco faltó para que me arrodillara a los pies de Martínez, rogándole que me la presentara. Por supuesto no mencioné nuestro secreto encuentro en la piscina.
Al final, accedió a llevarme a su casa a tomar un café.
-Sólo porque a mi mujer le caíste en gracia- me advirtió con severidad.
Cuando llegamos esa tarde Josefina no estaba, pero no tardó en aparecer.
Había ido a la Universidad a inscribirse en los ramos que le tocaban ese semestre. Leyes estudiaba la hermosa.
Al verme, me miró con cara de juez, aunque le faltaban años para recibirse.
Luego me estiró su delicada zarpa de gatita  y un brillo malicioso cruzó por sus ojos verdes.
-¡Mucho gusto!-dijo con absoluto desparpajo- Me pareció haberlo divisado por aquí el Sábado....
Y yo, que le había rogado al Destino que me mantuviera lejos, al menos por un tiempo, de las pérfidas mujeres, de ahí en adelante, solo le pedí que me permitiera estar lo más cerca posible de esa cabellera de fuego, aunque terminara chamuscado como polilla en una ampolleta.

DOLOR DE OIDOS.

Mis papás me dejaron el fin de semana en la casa de la abuela, y por no obedecerle y quedarme metido en la piscina hasta que oscureció, me enfermé de los oídos.
Eso dijo ella, al menos, y que lo tenía bien merecido por porfiado.
Pero en la noche me escuchó quejarme y llegó a ponerme en los oídos unos tapones de algodón empapados en aceite tibio.
Aseguró que me iba a mejorar, que ese era el remedio que le hacía su mamá cuando ella era chica.
Por más que traté, no me pude imaginar a la abuela como una niña. ¿Qué tiempos serían esos?
La vi de repente envuelta en pieles, arrancando de un mamut. Pero no, eso era mucho.
Después me la imaginé pasándole los hilos a  Doña Javiera Carrera, mientras ella bordaba la primera bandera de Chile. Ahí lo encontré mejor.
Me anduve adormeciendo,  pero me despertó el dolor y me puse a llorar. Traté de aguantar porque ya tengo diez años y se supone que los hombres no lloran.
Para obligarme a ser valiente, me puse a imaginar que estaba en la guerra y que las esquirlas de una granada me habían entrado a los oídos.
Estaba metido en una trinchera de la Primera Guerra Mundial y a mi lado había otros soldados que estaban más heridos que yo.
De repente alguien gritó:
-¡Gas! ¡Gas!
Y todos nos pusimos las máscaras anti gas que nos habían entregado. ¡Un segundo tarde y no estaríamos contándolo!
Pero aunque me imaginara lo de la guerra, igual me dolían tanto los oídos que solté el llanto y desperté a la abuela.
Otra receta casera que se le ocurrió fue echarme humo de cigarrillo en el "conducto auditivo" (así dijo ella). Aseguró que como era calientito me iba a aliviar.
Yo creo que fue pretexto para poder fumar,  porque yo sabía que el médico se lo tiene prohibido.
Al otro día amanecí mejor y como hacía calor, no me quise quedar en cama.
Tenía un zumbido como cuando uno se acerca al oído un caracol de mar y escucha el ruido de las olas. Pero el mío era con terremoto y tsunami incluidos, así de fuerte.
Sin que la abuela me viera salí a andar por la cuadra.
Me sentía raro, como metido en una escafandra. Oía todos los ruidos de la calle y otros más que venían no sé de dónde. Pero todos me llegaban como si pasaran a través de un túnel de algodón.
De pronto, escuché una voz que decía:
-¡No se vayan tan luego! ¡No me dejen, por favor!
Miré para todos lados y no vi a nadie, pero la voz seguía rogando y otras vocecitas, como de niñas, le empezaron a contestar:
-¡No podemos quedarnos! Ya llega el Otoño...
Entonces me di cuenta de que era un árbol que estaba hablando con sus hojas.
Las vi amarillas y secas. No cabía duda de que el Verano terminaba...
Vino un soplo de viento fuerte y todas salieron volando como una bandada de pájaros.
-¡Adiós, adiós!-gritaron al unísono.
 Y el árbol dobló sus ramas desnudas y suspiró con desaliento.
Seguí caminando y no había andado ni dos pasos cuando escuché un grito débil que venía desde un charco.
Me agaché y vi a una abeja que aleteaba desesperada tratando de mantenerse a flote.
-¡Sálvame! ¡Sálvame, por favor!
Tomé un palito y se lo acerqué para que trepara. Con suavidad la puse sobre el pasto.
-¡Gracias!-suspiró aliviada- Ahora, apenas el sol me seque las alas podré de nuevo volar.
-¿Y qué andas haciendo por aquí, tan lejos de tu colmena?
-Buscando el néctar de las flores. Debemos apurarnos en fabricar miel para el Invierno, porque parece que éste será más largo y más crudo que otros años.
Ensayó a mover sus alitas, que eran como de vidrio, y levantó el vuelo. Zumbó un momento a mi alrededor, como despidiéndose y desapareció entre los rosales de un jardín.
A todo eso, ya me había dado cuenta de que la enfermedad de los oídos me había hecho un efecto mágico. Podía oír hablar a los árboles y a los insectos y quien sabe a cuantas cosas más.
Estaba encantado, pero pensé que era mejor que no se lo contara a nadie porque me tildarían de mentiroso.
En el umbral de una puerta vi sentado a un gato. Era amarillo y gordo y tenía puesto un collar con un cascabel.
Me miró con aire indiferente, más bien despectivo. Ustedes saben lo soberbios que pueden ser los gatos.
-¡Hola, Micifús!-lo saludé, tratando de caerle simpático.
-No me llamo así-respondió cortante- Mi nombre es Genaro Fernández y soy dueño de la niña que vive aquí.
Me quedé pasmado ante su desfachatez.
-¿Así que eres dueño de una niña?
-Sí-respondió muy seguro de sí mismo-Y sería bueno que se apurara en llegar porque ya es la hora de mi leche.
Vi acercarse a una niñita rubia cargada con una mochila.
Se acercó al gato y lo tomó en sus brazos. El ronroneó y se enroscó, mirándome de soslayo con petulancia.
En seguida saltó y entró a la casa, maullando.
-¡Es hora de su leche!-exclamó la niña y se despidió de mí rápidamente.
Escuché la voz de mi abuela que me llamaba y vi el auto de mis padres detenido frente a la casa.
-¡Te traje unas gotas para los oídos!-me anunció mi mamá al verme entrar- Tu abuelita me avisó por teléfono.
Las gotas eran bastante buenas y a la mañana siguiente ya estaba sano.
Me pregunto si ese día andaba con  fiebre o si realmente escuché todo lo que les he contado.
Por si acaso, no se lo repitan a nadie. No quiero que se rían de mí.

lunes, 27 de febrero de 2012

INTERLUDIO.

A Víctor le parecía que desde hacía un tiempo, todo andaba mal.
El nuevo jefe del Departamento de Física había llegado imbuido de un afán de cambios y una actitud prepotente hacia los profesores. Para reforzar el curso que impartía Víctor había contratado a un profesor joven y la mayoría de los alumnos se había inscrito con él. Sólo los que no alcanzaron un cupo se matricularon en la clase de Víctor.
Luego, para el segundo semestre le asignaron un ramo para el cual no tenía experiencia. Tendría que pasar las vacaciones de Invierno concentrado en preparar las clases y el tiempo era demasiado corto para alcanzar la seguridad que necesitaba. Conocía la agresividad de los alumnos, su afán de hacerle preguntas difíciles para ponerlo en apuros y luego las sonrisas mordaces con que acompañaban su triunfo.
Al llegar a su casa, quiso expresarle a Elena su descontento.
Ella marcó con el dedo la página del libro que leía y lo miró con frialdad:
-Terminarás por hacerte mal ambiente en la Facultad con tus continuos reclamos. Es necesario que aceptes los cambios de una vez.
Víctor se calló, entristecido. No quería preocuparla, pero al mismo tiempo necesitaba desahogar su resentimiento, su sensación de derrota frente a aquel profesor más joven. Y su temor a fracasar en el nuevo ramo...
Esa noche, yaciendo en la cama matrimonial, no pudo evitar insistir en el tema.
-Todo se ha vuelto tan difícil, Elena. No me siento valorado...Pero, ¿por qué no me contestas?
La miró y vio que se había dormido.
Sonrió con amargura y en la oscuridad susurró:
- ¿Y tú, Jenny? Tú sí que me comprendes ¿verdad?
Se sintió turbado ante ese pensamiento sorpresivo. ¿Por qué pensaba cada vez más seguido en ella?
Jenny era amiga de Elena y estaba casada con Carlos, otro profesor del departamento de Física. Venía a menudo a verla y en las tardes, al llegar, Víctor la encontraba muchas veces sentada al lado de la estufa.
Al principio, la había menospreciado un tanto. ¡Era tan tímida y apocada! Al lado de la belleza de Elena, se veía descolorida y sin gracia. Era de esas mujeres bajitas y frágiles que nunca los hombres se dan vuelta a mirar en la calle.
Pero con el tiempo percibió que su aparente apocamiento era dulzura y discreción. Y había en sus ojos, cuando lo miraba, una admiración y una fe en su talento que hacía mucho tiempo que Elena parecía haber perdido.
Un atardecer de Junio, al enfrentar la calle que lo llevaba a su casa, se encontró con Jenny.
-¡Pero, que hace por aquí! La tarde amenaza lluvia...
-No es casualidad. Quería verlo.
Víctor quedó desconcertado y por un momento sintió que su corazón se detenía.
-Quería conversar con usted-continuó ella-Carlos me ha hablado de sus tropiezos en al Facultad.
-Sí. No puedo decir que sean triunfos-respondió Víctor con amargura.
Se detuvieron frente a una plaza y sin ponerse de acuerdo, se internaron bajo los árboles.
.Pasearon largo rato en silencio. Luego él se explayó largamente en los temas que lo preocupaban. Le admiró la rapidez con que ella lo comprendía todo.
Empezó a llover y al principio no hicieron caso de las gotas que mojaban su pelo y quedaban suspendidas en las ramas, enjoyando los árboles.
Pero pronto la lluvia arreció y escaparon corriendo a refugiarse en el umbral de un edificio.
-Debo irme-dijo Jenny en voz baja-Carlos me espera.
-Siempre nuestros encuentros dependen de sus visitas a Elena-le reprochó él.
-¿Y cómo podría ser de otra manera?
Le extendió su pequeña mano fría y Víctor la estrechó entre las suyas. Creyó sentir que temblaba.
Al llegar a su casa, Elena no salió a recibirlo.
Vio luz en la pieza de su hijo y supuso que estaría allí, entregada a su nostalgia.
Pasaba horas ordenando su ropa en los cajones, quitando el polvo de sus libros.
Pero él jamás volvería.
Habían pasado dos años. ¿Nunca podría aceptar Elena la inexorable realidad de su muerte?
Pero Víctor no pensaba en eso ahora. Lo invadía una sensación de paz y de claridad, como si emergiera de un túnel. No recordaba haber sentido una felicidad como esa en mucho tiempo.
No creía en Dios, pero sin saber por qué, sentía que El lo estaba mirando desde una penumbra azul donde refulgían los ojos de Jenny.
Pero ella dejó de ir a visitarlos.
Todas las tardes, al llegar él preguntaba:
-¿A venido alguien?
Siempre había tenido esa costumbre, pero ahora significaba una sola cosa:
_¿Ha venido Jenny?
Al final, se atrevió a preguntar por ella, fingiendo un aire distraído.
-Me llamó-respondió Elena-Parece muy preocupada por Carlos. El ha estado sintiendo unos malestares extraños y han pedido hora en el médico.
Víctor recordó entonces haberlo notado cambiado en el último tiempo. Se veía macilento y a veces su boca se contraía en un rictus sorpresivo, como si lo atenazara un dolor.
Pero una noche sonó el timbre y Víctor se apresuró a abrir. Había tenido el presentimiento de que era ella.
Al verla en el umbral, sintió que todo su desamparo y su desdicha se desvanecían.
¡Se había sentido tan solo!
La brecha que desde hacía dos años se había abierto entre él y Elena, se ensanchaba cada vez más.
Ella se había sumergido en su dolor como en un agua oscura y no aceptaba que nadie la rescatara de su lento hundimiento.
-¡También era mi hijo!-hubiera querido gritarle Víctor. Pero se habían convertido en dos extraños.
¡Sin embargo, ahora Jenny estaba allí!
 El comprendió que siempre había estado. Que su presencia era constante en su vida como una sombra transparente, como un par de alas amantes que lo cobijaran.
¿Cómo era posible que no hubiera comprendido antes que estaba enamorado de ella?
Tomó su abrigo para colgarlo en la percha. Aún conservaba el calor de su cuerpo y por un instante lo estrechó contra sí, como si la abrazara.
Ella tomó su habitual lugar junto a la estufa e hilvanó su charla dulce y tranquila, que era como un sedante para el dolor de ambos.
Las contempló juntas bajo la luz de la lámpara. ¡Qué bella era Elena! ¡Pero qué tierna y delicada era Jenny!
De vez en cuando, sus ojos se clavaban en los de Víctor llenos de dicha y de melancolía. Porque también lo amaba.
La fue a dejar a su casa, caminando entre la fría niebla que envolvía la ciudad. Sin decir nada, se sentaron un momento en un banco de la plaza.
Víctor tomó su mano y la llevó a sus labios.
-¡Víctor, amor mío! gimió ella-Esto no puede ser. Carlos está enfermo, temo por su vida. Y Elena, ha sufrido tanto...No tenemos derecho.
-¡Es cierto!-repitió él como un eco-¡No tenemos derecho!
Quizás este amor había nacido de su pena y de su fracaso, pero se había convertido en una fuerza que le nublaba el juicio.
-¡Después de todo, no hacemos daño a nadie!-pensó. Pero sabía que no sería cierto. Que si continuaban viéndose, su amor arrasaría con todo.
Pasó el tiempo y no volvieron a encontrarse.
Pero una noche, ya tarde, cuando Elena dormía, sonó el teléfono. Era ella.
-¡Víctor, mi amor! Necesitaba oírte. Dime cualquier cosa....
-Jenny, mi dulzura ¿cómo estás?
-Sin ti estoy mal y lo sabes. Pero debo pensar en Carlos. ¡El me necesita!
-¡Pero yo también te necesito!-exclamó él desesperado.
Ella lanzó un débil gemido, como la queja de un pájaro, y cortó la comunicación.
Al día siguiente, Elena le dijo:
-Anoche, muy tarde, me pareció oírte hablar por teléfono. Debo haberlo soñado.
-Sí-respondió él-¡Fue sólo un sueño!. 

miércoles, 22 de febrero de 2012

EL ANILLO.

EL ANILLO. ( 1) 

Lucía tenía once años cuando vio el anillo expuesto en la vitrina. Brillaba con un suave destello, blanco y frío como la luz de la luna.
La piedra estaba engarzada en plata y lo exhibían dentro de un cofre de terciopelo azul.
Estaba en el centro de la vitrina, rodeado por algunos prendedores y collares de fantasía. Pero todos se veían opacos y pobres y los ojos se apartaban de ellos rápidamente para volver a clavarse en el maravilloso anillo.
Lucia pasaba todos los días frente a la tienda, camino de la escuela, y no podía evitar detenerse frente a la vidriera.
¡Ah, si pudiera comprarlo! Pero ¿cuánto costaría? Una fortuna, seguramente.
Al fin, un día se atrevió a entrar. Una hermosa mujer le sonreía tras el mostrador.
-Te he visto muchas veces mirar el anillo. Es extraordinario ¿no es cierto?
-¡Sí!- respondió Lucía con fervor- ¡Es el más maravilloso anillo que he visto en mi vida!
Y agregó tímidamente:
-Será muy caro ¿verdad?
-En realidad, no está a la venta. Pero, si quieres, te lo puedes probar.
Sacó de la vitrina el estuche de terciopelo y tomó el anillo con delicadeza.
En la palma de su mano, el anillo emitió de pronto un destello enceguecedor.
- ¡Muéstrame tu dedo! ¡Probémoslo a ver si te calza!
Y tomando la mano de la niña, rápidamente se lo puso en el dedo anular, donde se ajustó perfectamente.
Lanzó una carcajada triunfal y Lucía la miró interrogante.
-¡Este es un anillo mágico, niña! ¡Ahora ya nunca te lo podrás quitar!
Su cara se había transformado. Los rasgos suaves y amables habían dado paso a una expresión malvada, casi diabólica. Era como el rostro de una bruja.
-Pero ¿por qué me lo ha puesto!-gimió Lucía- ¿Qué me pasará si lo llevo?
-¡Ah!  Este es el Anillo de la Soledad. Quién lo lleve no podrá amar ni ser amado nunca. Irás por el mundo siempre sola, y aunque rompieras siete pares de zapatos de hierro recorriendo los caminos, nunca encontrarás a nadie que te ame ni a quién tú puedas amar.
Lucía lanzó un grito y trató de arrancarse el anillo, pero fue inútil. Parecía que le habían brotado garfios de metal que se aferraban a su carne.
Llorando escapó de la tienda, seguida por la risa estridente de la bruja.
Y así vivió muchos años. Sola. Llevando en el pecho un corazón vacío. Aún cuando buscaba la compañía de otras personas, un muro invisible parecía rodearla, apartándola de todos.
Nunca experimentó la dulce emoción que acelera el pulso y lleva a seguir los pasos del amado por donde quiera que él vaya. El Amor le estaba vedado porque sus labios no conocían el idioma de la ternura y sus ojos tenían el mismo resplandor frío de la piedra que llevaba en su dedo anular.
Al fin, la Soledad le resultó insoportable y no quiso seguir viviendo.
Se acercó a la orilla del mar y se adentró en el agua hasta que perdió pié y las olas la tomaron en sus brazos, arrastrándola a las profundidades.
El bramido del mar atronaba en sus oídos. Luego vino el silencio y la envolvieron las tinieblas. Se dejó ir sin luchar.
Sintió que moría y la invadió el inmenso alivio de escapar por fin al maleficio de la Soledad.
Abrió los ojos recostada en una cama. Con la mirada recorrió el techo y las paredes y vio que se encontraba en una cabaña de pescadores.
Gimió débilmente y de inmediato acudieron a su lado dos ancianos de rostro bondadoso y un joven pescador. La  miraban expectantes y sus rostros se iluminaron de alegría al verla despierta.
Ella sintió un calor suave dentro del pecho y su pulso latió con fuerza al encontrar la mirada del joven.
-¡Te saqué del agua cuando ya no respirabas! ¡Qué contento estoy de haber llegado a tiempo!
Una dulce emoción, nunca antes sentida, invadió el corazón de Lucía. Se sentía diferente, como si hubiera vuelto a nacer.
Miró su mano y vio que ya no llevaba el anillo embrujado. La fuerza de las olas se lo había arrancado y ahora estaría en el fondo del mar, a donde nadie pudiera encontrarlo.
Sonrió y cerró los ojos con infinito alivio.
¡La maldición de su soledad había terminado!.


EL ANILLO. (2) 

En realidad, ese final feliz fue nada más que un sueño.
Lucía envejeció sola y huraña.
Su pelo se volvió gris, su cuerpo que había sido grácil se encorvó hacia la tierra y dos surcos de amargura deformaron su boca.
El anillo seguía brillando en su dedo con destellos de luna. Aferrado a su carne con garfios indestructibles.
Su mano se había arrugado y cubierto de manchas, y el resplandor de la piedra hacía resaltar aún más su triste decrepitud.
Vivía sola en la casa que heredara de sus padres. No visitaba a nadie.
Su corazón, vacío de amor, latía regularmente como el engranaje de un reloj, marcando sus horas inútiles.
-Tic tac Tic tac ¡Buenos días, Tristeza! Tic tac Tic Tac ¡Buenas noches, Soledad!
Pero había alguien que la visitaba regularmente prodigándole demostraciones de cariño.
Era Rosaura, su sobrina.
Le llevaba flores y dulces y pasaba sus tardes junto a la anciana, hilvanando su infantil conversación que era como el gorjeo de un pájaro.
Tenía catorce años.
Lucía no creía en su cariño porque sabía con certeza que la maldición del anillo la había condenado a no ser querida por nadie.
Ella tampoco sentía nada por Rosaura. Sólo una mordaz curiosidad por desentrañar  el  misterio de sus visitas.
Siendo ella tan pobre, ¿qué podía codiciar Rosaura entre sus escasas pertenencias?
¡El anillo, por supuesto!
A menudo la veía seguir con la mirada su mano mientras servía el té. El anillo  brillaba más que nunca, como si quisiera a propósito acrecentar malignamente la ansiedad de la niña por poseerlo. ¡Y claro que lo lograba!
Rosaura sentía en todo su ser un deseo febril de adueñarse de él, de probárselo al menos.
-Tía, ¿me dejarías probarme tu anillo?
-Imposible, Rosaura. Está tan apretado que no me lo puedo quitar.
La sobrina la miraba con odio disimulado.
-¡Vieja egoísta! ¡Vieja mezquina! ¡Como si pudieras llevártelo a la tumba!
Y comprendió que era cosa de esperar.
Ese Invierno, la anciana enfermó de pulmonía y decayó rápidamente. ¿Qué razón podía tener para aferrarse a la vida?
Rosaura no se despegaba del lado de su lecho, acercándole bebidas calientes a los labios marchitos y secando el sudor que la fiebre ponía en su frente.
Al fin, murió.
Antes de avisar al resto de los parientes, Rosaura desprendió el anillo del dedo de Lucía.
¡Con qué facilidad resbaló de la piel marchita!
-¡Nunca lo tuvo apretado, la vieja mentirosa!-exclamó Rosaura.
Con deleite infinito lo deslizó en su dedo. Vio como la piedra blanca y fría despedía suaves destellos en la penumbra del cuarto.
Rosaura se asombró de lo bien que le calzaba y de la forma en que se apretaba en torno a su dedo como si nunca quisiera dejarlo.
El ansia de su pecho se calmó.
-¡Por fin es mío!-exclamó jubilosa-¡Ahora sí podré ser feliz!