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viernes, 4 de mayo de 2012

MI CORAZON INSISTE.

Había estado trabajando en una distribuidora de libros escolares, cuando quedó vacante el puesto de bibliotecaria en la Biblioteca Municipal de mi pueblo.
Supe que tenía que hablar con dos señoras que estaban a cargo de ella, pues la mayoría de los libros eran donaciones del Club de Rotarios o de particulares.
Les expliqué que llevaba varios años trabajando con textos de estudios y que también conocía bastante de Literatura universal.
Me dieron el puesto sin mayores problemas. El sueldo era bajo, pero de todos modos era mejor que trabajar a comisión en la distribuidora.
Me impresionó lo desordenado que estaba todo. Al parecer, la bibliotecaria anterior era muy anciana.
Me pasé semanas enteras separando los libros en ficción y no ficción y revisando los catálogos y las fichas. Vi que faltaban libros que nunca habían sido devueltos y otros se encontraban en estado deplorable.
Cuando terminé de ordenarlos y restaurarlos, conseguí que alguien viniera a limpiar los vidrios de las amplias ventanas que daban al jardín de la Alcaldía, y durante toda la Primavera las mantuve abiertas.
La gente que venía a leer a la Biblioteca aumentó considerablemente. Y entre ellos, llegaste tú.
El primer día que te vi, entraste directo hasta mi escritorio y me dijiste:
-He vuelto después de diez años, y como creo que usted no debiera pasar tanto tiempo detrás de este mesón, pensé que quizás le gustaría acompañarme a caminar por el pueblo y mostrarme los últimos progresos.
Te miré sorprendida y luego sonreí:
-Por supuesto, estaría encantada. Pero la Biblioteca cierra a las seis.
-A esa hora vendré a buscarla.
Se me quedaron los ojos prendidos en los tuyos, de un color café tan claro y luminoso, que parecían dos gotitas de miel atravesadas por el sol.
Fuimos varias veces a caminar por el pueblo, pero nunca supe de ti más que lo indispensable.
Que trabajabas en Santiago, que estabas con licencia médica y que habías venido a convalecer a la casa de tus padres.
Nunca mencionaste tu enfermedad, pero algo en tu melancolía, en tus cambios de humor, en el súbito tic que a veces contraía tu mejilla, me hizo pensar que se trataba de una depresión nerviosa.
La mayoría del tiempo venías a leer a la Biblioteca. Te sentabas de espaldas a mí, frente a la ventana que daba a los jardines. A veces te veía quedarte con el libro abierto frente a ti y la mirada perdida en un punto lejano.
El pálido sol de Septiembre envolvía los arbustos en una bruma dorada y un día, una mariposa color limón entró volando y se posó un instante en tu pelo.
Una tarde, sentados en la plaza, me miraste un buen rato sin decir nada. Después tu mano presionó suavemente mi nuca, atrayéndome hacia ti y tus labios buscaron los míos.
Pensaba todo el tiempo, con angustia, en que tu licencia médica se iba acortando y que forzosamente te tendrías  que ir. Esperaba con ansias una palabra tuya, algo que nos uniera y me asegurara de que no te iba a perder.
Pero sólo hablábamos de los libros que pedías en la Biblioteca y me preguntabas por la gente del pueblo.
 Mencionaste a la antigua bibliotecaria, que cuando eras chico, te daba miedo. Siempre estaba malhumorada. Se molestaba si le pedías un libro, pero también se enojaba cuando se lo devolvías. Para tí era como el dragón que cuidaba el tesoro. Pero aún así, no consiguió hacerte perder el gusto por la lectura.
Pasaron tres días en que no te vi.
Después, una mañana en que me ausenté un rato para ir a recibir una donación de libros, al volver, encontré un paquete sobre mi escritorio.
Era la última novela que habías pedido. En la primera página encontré tu carnet de la biblioteca y un papel doblado que decía:
"Lo siento, no te dije la verdad sobre mi vida en Santiago. Cuando vine, ya estaba comprometido. Prefiero irme sin una despedida, así será más fácil que tú me olvides y que te olvide yo a ti."
  No he vuelto a tener noticias tuyas.
Pasó el Verano. Ahora los árboles están casi desnudos y una alfombra de hojas secas cubre el césped del jardín. A veces llueve. Las tardes tienen una manera de llorar....
Viene menos gente a la Biblioteca y me paso las horas ordenando los ficheros y leyendo los libros que tú pedías cuando  estabas aquí. Una y otra vez los mismos, como una forma de sentir tu presencia.
¿Por qué, si sé que te fuiste de mi vida sin remedio, sigo pensando en tí?
Más que pensar en ti, te siento, de modo que no es mi mente sino mi corazón el que insiste majaderamente, desesperadamente, en recordarte.
Ahora que no estás y que no estarás. Porque el verbo Estar ya no debo seguir conjugándolo en ningún tiempo que se refiera a ti.
Mi libro de gramática tiene muchas páginas en blanco. Se borraron todos los dulces adjetivos que un día soñé decirte. Y sólo encuentro conjugaciones verbales relacionadas con la palabra Olvidar.
Pero mi corazón insiste.
Mi existencia me parece un camino lleno de curvas y en uno de esos recodos te perdí de vista.
Miro hacia atrás, por si te quedaste rezagado, para detenerme a esperarte. Miro hacia adelante, por si vas más a prisa que yo para correr a alcanzarte. Pero es inútil. ¿Será que el resto de mi vida lo pasaré buscándote?
 Como en ese cuento de la princesa que perdió a su amado y gastó siete pares de zapatitos de hierro recorriendo el mundo, hasta que lo encontró.
¡Quisiera tener esos siete pares de zapatos de hierro! Aunque algo me dice que ni aún así te encontraría.
Pero mi corazón insiste.

1 comentario:

  1. Tan poderosa es la corriente de la insistencia como la de intentar sujetar los sentimientos, en este cuento. Un amor que no podía ser y que se quedó en aquella biblioteca...
    Muy apropiado para este otoño.
    Buen fin de semana.
    José

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