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viernes, 4 de mayo de 2012

AMBICIONES Y ESPERANZAS.

Hay un antiguo dicho que asegura que los hijos de familias pudientes nacen con una cuchara de plata en la boca. Más común es decir que nacen en una cuna de oro.
Bueno, creo que la mía era una cuchara de plástico y mi cuna, un cajón manzanero.
Pero no por eso mi infancia dejó de ser feliz. ¡No se echa de menos lo que nunca se tuvo!  Y si algo nos sobraba, a mis hermanos y a mí, era el cariño de nuestros padres.
EL era un modesto profesor de Escuela Básica. Ella, una costurera que todo lo arreglaba: Cambiaba cierres, cosía bastas y era capaz de darle un aire de última moda a un viejo abrigo olvidado en un closet.
Mi padre procedía de una antigua familia de buen pasar. Sus dos hermanos mayores habían prosperado en el campo de las Leyes, pero él prefirió estudiar Pedagogía.
Le advirtieron que era elegir la mediocridad económica, si no derechamente la pobreza, pero nada lo hizo desistir de su vocación.
La temprana llegada de mi hermano mayor, ató a mi madre a la casa y allí se dedicó a la costura, que era su magia particular.
Todo lo hacía bien, de cualquier prenda obtenía algo nuevo, lleno de detalles primorosos. Así, se hizo rápidamente conocida en el barrio y tenía más trabajo que el que podía aceptar.
Mi papá tenía una hermana viuda que, al morir su marido, había quedado en muy buena situación. Vivía en uno de los mejores barrios de la ciudad y como se llevaba bien con mi padre, él nos llevaba a verla, de uno en uno, para no incomodarla, porque éramos cuatro.
La tía Amelia era más bien fría y quizás su ausencia de hijos había hecho que no supiera tratar a los niños. Pero se alegraba al vernos y siempre el afortunado que acompañaba al papá, volvía a la casa con un paquete de chocolates, el cual distribuía equitativamente, siguiendo las enseñanzas de nuestra madre.
Yo me daba cuenta de que la tía Amelia sentía un especial apego hacia mí. Ella, tan descariñada, al verme, me atraía a su lado y me hacía sentar en sus rodillas. Yo me sentía cohibido, pero como era chico, me entretenía jugando con un medallón que llevaba colgado en el pecho.
Un día lo abrió y me mostró la fotografía de un niño de cabello rizado, muy parecido a mí. Era el hijito que se le había muerto cuando sólo tenía cuatro años.
Cuando terminé la enseñanza básica, la tía llamó a mi papá y le ofreció hacerse cargo de mi educación. Quería matricularme en uno de los mejores colegios de su barrio, para prepararme bien para la Universidad.
Propuso que viviera en su casa de Lunes a Viernes y los fines de semana viajara a ver a mi familia. En ese entonces vivíamos en un modesto barrio al otro extremo de la ciudad.
Al principio, mi papá se opuso, pero mi mamá le aconsejó que dejara el orgullo a un lado y pensara en mi porvenir. No podía comparar las herramientas que me entregaría un colegio particular con las que obtendría en un Liceo municipalizado.
Lo dijo con voz firme pero con lágrimas en los ojos, pensando en nuestra separación.
Yo también lloré, a pesar de que ya tenía trece años, pero me consolé pensando en que todos los Sábados, a primera hora, tomaría el bus que me devolvería a la casa de mis padres.
Fui a despedirme de Mitzi, mi eterna novia de la infancia. Ella tenía doce años y ya empezaba a vislumbrarse en ella lo que sería más tarde: una joven encantadora.
Al verla llorar, la miré incrédulo:
-¡Pero, Mitzi! ¿Por qué lloras? Si voy a venir todas las semanas...
-¡Ay, Jaime! Es que temo que vayas a cambiar...
-¡Tontita!- apreté su mano entre las mías- ¿Por qué iba a pasar una cosa así?
Sin embargo, los temores de Mitzi eran una premonición.
Vivir en la hermosa casa de la tía Amelia, con un dormitorio para mí solo, recorrer cada día la majestuosa Avenida franqueada de plátanos orientales que me llevaba al colegio, todo era muy diferente al ambiente en que se había desarrollado mi infancia.
¡Y el colegio! ¡Qué lujo! ¡Qué patios enormes de baldosas brillantes! ¡Qué salas iluminadas por el sol, donde todo parecía nuevo! Y la Biblioteca, el sueño de cualquier niño al que le gustara leer...
Pronto noté que mis compañeros eran diferentes a los amigos que había dejado en el barrio. Muy seguros de sí mismos, algunos arrogantes, no era fácil entablar amistad con ellos.
Todos habían crecido juntos, veraneando en las mismas playas, yendo a esquiar a los mismos lugares durante las vacaciones de Invierno. 
 Por supuesto, dí como mi dirección la casa de mi tía y ante sus preguntas sobre mi familia, dije que mis padres vivían en el Sur.
Con qué vergüenza recuerdo ahora los mil subterfugios de que me valí para ocultar mi realidad. Pero fue inútil. No teníamos un pasado común.
Me vi sutilmente marginado y sólo Humberto, un tímido joven rubio que se sentaba en el banco  contiguo, me demostró una real simpatía.
Congeniábamos en gustos y pronto me invitó a su casa.
Era una especie de palacete que al principio me intimidó, pero sus padres eran personas sencillas y cordiales y me recibieron con amabilidad.
Cuando entramos al salón, una niña tocaba la guitarra sentada junto a una ventana. Humberto me la presentó como su hermana Francisca.
No exagero al decir que el piso pareció temblar bajo mis pies cuando miré su cara.
Era tan hermosa que se me antojó un ángel, de esos que pintaba Boticelli.
Una cabellera rubia, abundante y rizada, rodeaba el óvalo perfecto de su rostro. Sus ojos azules, muy separados, le daban un aire exótico. Pero, su boca era desdeñosa y apenas se abrió en una semi sonrisa, cuando estrechó mi mano.
Al principio, iba todos los fines de semana a ver a mis padres y no paraba de contarles anécdotas del colegio. Felizmente, me iba bien en los ramos y podía llevarle a mi padre pruebas con notas buenas o sobresalientes. También les conté de mi amistad con Humberto y mi mamá me dijo que lo invitara a nuestra casa, para poder conocerlo.
Enrojecí y cambié de tema, pues también a mi amigo le había mentido con respecto a mis padres.
Empecé a frecuentar su casa los fines de semana, en la esperanza de ver a Francisca, y cada vez fui espaciando más mis visitas a mi antiguo barrio.
Desde que la había conocido, su imagen no se apartaba de mi mente y Mitzi, la dulce niña a quién había creído amar, se iba borrando por completo de mis pensamientos.
Ella lo notó, por supuesto. Sólo una vez me reprochó lo esporádico de mis visitas y al ver un gesto de impaciencia en mi cara, se quedó callada y valerosamente, cambió el tema con una sonrisa.
Francisca seguía tratándome con arrogancia. Muchas veces se reía con desdén cuando alguna observación mía le parecía ingenua. Sin embargo, al mismo tiempo coqueteaba conmigo.
De pronto me hablaba poniendo su mano sobre mi brazo y parecía disfrutar al ver el rubor que cubría mis mejillas. Otras veces, con voz dulce, me invitaba a sentarme junto a ella y pulsando las cuerdas de su guitarra, cantaba para mí.
Yo, pobre iluso, pensaba que su frialdad era fingida y que sus verdaderos sentimientos eran los que expresaba cuando, mirándome a los ojos, entonaba canciones de amor.
No sabía que hay mujeres que coquetean por juego, por capricho de su vanidad desmedida y que Francisca era una de ellas.
Pasaron cuatro años y llegó el momento de dar la Prueba para entrar a la Universidad.
Humberto y yo sacamos buen puntaje.
Mi tía Amelia quería que yo estudiara Leyes como sus hermanos mayores y comprendí que hacerlo me depararía un porvenir brillante.
Pero el profundo deseo de mi corazón me obligó a decepcionarla.
Le pedí perdón, abrazándola, y le dije que quería estudiar Pedagogía como mi papá.
Un velo de desilusión cubrió sus facciones, pero se repuso y me dijo:
-Aunque contrarías las aspiraciones que tenía para ti, te ayudaré económicamente a obtener el Título que deseas. Tu padre es un hombre excelente y no me extraña que quieras ser como él.
Nos abrazamos y lloramos los dos, despidiéndonos, porque yo había decidido volver a vivir junto a mi familia.
Retomar los sencillos hábitos del hogar que me había brindado una infancia feliz y unos ideales que no se transaban con dinero.
Apenas llegué, fui a ver a Mitzi.
Su rostro dulce y natural, carente de todo fingimiento y artificio, se ruborizó al verme.
Luego me abrazó y me susurró, emocionada:
-¡Qué bueno, Jaime! ¡Sabía que volverías!
Y comprendí que se refería a algo más que a mi regreso a casa, porque era también su corazón el que abría de nuevo sus puertas para mí.
 

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