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miércoles, 9 de mayo de 2012

CORAZONES HERIDOS.


EN EL DIA DE LA MADRE.
10 de Mayo de 2012.
Cuando Pedro salió libre, después de cumplir hasta el último día de su condena, no tuvo a donde ir.
Habían pasado dos años desde el día en que fue juzgado y hallado culpable. Entonces su padre le había dicho que, de ahí en adelante, él no tenía hijo.
Su madre lo abrazó llorando, sin decir palabra.
Durante varios meses lo visitó en la cárcel.
-¿Y mi papá?-preguntaba Pedro- ¿Todavía no me perdona?
-Ten paciencia, hijito. Tú sabes que te quiere. Está decepcionado, eso es todo. ¡Pero ya verás cómo un día llego a verte con él!
Sin embargo, fue ella la que dejó de ir, sin previo aviso. ¿Le habría prohibido su padre que lo visitara?
El resto de la condena lo pasó sin noticias de su familia. Ninguno de aquellos que antes se decían sus amigos, se acordó de ir a verlo.
-¡Qué acompañado estás siempre en la fortuna y qué solo te quedas en la desgracia!-pensaba Pedro con amargura.
Salió libre un día de Otoño.
Los suaves rayos del sol arrancaban reflejos dorados a las hojas secas que cubrían las veredas y los árboles, casi desnudos, parecían tiritar cuando un vientecillo helado se colaba entre sus ramas.
Sus pasos lo llevaron a su antiguo barrio. Quería ver su casa, aunque fuera de lejos, puesto que su padre le había prohibido volver.
Tal vez pudiera divisar a su madre, seguirla cuando fuera a hacer las compras y preguntarle por qué había dejado de ir a verlo.
Miró la casa desde lejos y le sorprendió ver las persianas cerradas. El jardín estaba mustio por falta de riego y los canteros invadidos por la maleza. ¡Ese jardín que su madre siempre había cuidado con tanto esmero!
Vio abrirse la puerta y, sobresaltado, se escondió tras un árbol.
Era su padre el que salía. Lo vio encorvado y envejecido prematuramente. Su cabello, que antes era gris, ahora estaba completamente blanco.
El anciano se inclinó sobre un rosal que aún tenía unas pocas flores y las cortó, formando un ramo. Pedro vio que llevaba una banda de luto rodeando su manga.
Entonces comprendió.
Lo fue siguiendo desde lejos, adivinando a donde se dirigía. Un dolor lacerante atravesaba su corazón como una espada.
-¡Mamá!-murmuró ¿Cómo pude creer que me habías abandonado?
Oculto tras los cipreses del cementerio, vio a su padre arrodillarse frente a la tumba y distribuir con cuidado las rosas sobre la lápida. Largo rato permaneció arrodillado, como si hablara a media voz con la que ahí yacía. Quizás creía escuchar que ella le respondía con su dulce acento. ¿Quién podía saberlo?
Al fin, se alejó a paso lento, aplastado por el peso de la soledad y la tristeza.
Entonces Pedro pudo salir de su escondite y dirigirse al sepulcro de su madre.
Largo rato lloró con infinito desconsuelo. ¿De qué le servía su libertad ahora que ya no volvería a verla, a ella, que había muerto sufriendo por su causa?
Tal vez su mamá lo escuchó llorar. ¿Acaso el llanto de un hijo no atravesaría la tierra y los mares hasta llegar al oído de su madre?
Quizás algo le susurró al anciano que se alejaba. Porque él, sin razón aparente, se devolvió sobre sus pasos y vio a su hijo llorando junto a la tumba.
Pedro sintió una mano frágil, leve como el roce de una hoja seca, posarse sobre su hombro.
-¡Vamos, hijo! ¡Vamos a la casa, que está haciendo frío!

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