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Les doy la bienvenida a mi blog y les solicito encarecidamente que me dejen sus comentarios a mis entradas, pues su opinión es de gran valor para mí.



viernes, 14 de enero de 2011

EL ABRIGO VERDE. Cuento

Estaba lavando las verduras bajo el chorro frío del grifo cuando sonó el teléfono.
- Seguro equivocado- pensó con fastidio.
Pero escuchó una voz familiar pronunciando su nombre.
-¡Mariela,  tanto tiempo!.  Soy Elena.
-¡Nena,  qué sorpresa!.  ¿Cómo supiste mi número?.
- Qué gusto,  era la Nena.  Habían sido tan unidas en el Liceo. Mariela era pobre pero así y todo, la Nena la había elegido por amiga.
-Estaré en Santiago hoy y querría verte.
Quedaron a las cuatro, frente a la Plaza de Armas.
Se sintió feliz y al mismo tiempo turbada. Miró sus manos ásperas, su pelo mal cortado. . . Y  ¿Qué me pongo
No quería que la Nena viera su pobreza. Que adivinara lo poco que ganaba Pedro, recorriendo las calles todo el día con su maletín de muestras.
¡Ah, pero tenía el abrigo! Lo descolgó del closet con delicadeza. Era verde, con cuello de terciopelo. Pedro se había enojado cuando la vio llegar con el paquete.
-Y ¿Cómo crees que lo vamos a pagar ahora?
Pero al ver sus ojos arrasados de lágrimas, se arrepintió de su rabia y la abrazó.
Sí,  se pondría el abrigo nuevo abrochado hasta abajo para que no se viera su falda raída. Los zapatos de taco todavía estaban bien.
En la tarde trajeron el gas y vino el cartero. Al final, salió atrasada a tomar el Metro.
Cuando bajó frente a la Plaza, ya eran las cuatro y veinte. Trató de correr pero le molestaban los tacones. Y había tanta gente que la empujaba y no la dejaba avanzar.
A mitad de la cuadra, la divisó a ella en la esquina. Alta y rubia, con su pelo brillando bajo el sol invernal. ¡Nena! Quiso llamarla pero no la habría oído, entre los vocinazos y los gritos de los vendedores. Cuando le faltaba poco para alcanzar la esquina, la vio mirar su reloj con fastidio y empezar a alejarse.
-Nena!-gritó. El semáforo cambió de luz. Escuchó un frenazo y gritos.
Atropellaron a alguien-pensó-Pero no puedo pararme a ver . ¡Tengo que alcanzar a la Nena!
De pronto vio que la calle parecía cambiada. Se había oscurecido y una niebla densa envolvía los edificios.  ¿Me habré perdido? Se encontró, sin saber como, caminando por una plaza. Estaba tan cansada por haber corrido. . . Vio un banco y pensó en sentarse un momento. Había allí una anciana, con las manos juntas y la cabeza baja. Al verla de cerca reconoció a su madre.  Pero ¿Cómo? Si ella había muerto hacía cinco años. . .
-Mamá- la llamó. La anciana alzó la vista y la miró con ternura.
Mariana se arrodilló y puso la cabeza en su regazo. Estaba tan cansada ¡Solo quería dormir!

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Fue inútil-dijo el enfermero, retirando el oxigeno.
-Y ¿Supiste cómo fue?
-Sí, la atropellaron en el centro.
-Y ¿Saben quién era? ¿Andaba con alguien?
-No, pero mira. Ese abrigo era de ella. Revisa los bolsillos, es probable que encuentres el carnet.



RESUMEN. Reflexiones

Ya me comí los frutos y sólo me quedan las cáscaras. ¡Lástima que me supieron mal! Me quedó un sabor de boca amargo que no se quita con nada.
Trato de mantenerme ocupada para no pensar. Siempre estoy corriendo lejos de mí. Soy una maratonista de la angustia.
Pero cuando duermo no hay escapatoria. ¿Por qué ninguno de mis sueños se refiere al presente? ¿Por qué el Pasado siempre logra alcanzarme y se arroja sobre mí como un animal enorme?
Esta soy yo, una mujer cuyo presente es sólo una obstinada masticación del ayer.
Me miro al espejo y veo que cada día me parezco más a mi madre. ¿Por qué, a medida que envejezco, voy perdiendo mi propia identidad? En mi rostro van apareciendo rasgos que he arrastrado por años impresos en mis genes. Cada día soy menos yo misma. Aquella niña a quién mis padres llamaban Lilita hace ya mucho tiempo que no existe.
Se la comió la Vida con su hocico de bestia. La deglutió despacio y escupió los restos.
Y,  al final, no seré yo la única que muera. Será esta suma de mujeres tristes que se asoma a i rostro en el espejo.

UNA CASUALIDAD. Cuento

(Contraparte de "Viajeros")

Pasaron ocho años y nunca te volví a ver. Tampoco pensé que lo  haría, hasta esa tarde en que descendiste de un taxi frente a mí.
Primero bajó un hombre muy elegante. Sin querer me fijé primero en él, en su abrigo de cachemira y su sombrero oscuro. Lo vi tender la mano hacia el interior del auto y entonces bajaste tú.
Llevabas un tapado de piel gris que destacaba tu rostro blanco y tu cabello castaño. ¡Te veías tan hermosa!
Fue como haber estado viviendo en el infierno y que de pronto se abriera una ventana y se asomara un ángel. Pero, los demonios corrieron a serrar la ventana otra vez.
Te cogiste de su brazo y tras de ti bajó un  niño. No hubiera sabido que era mi hijo si no se asemejara tanto a una fotografía donde yo aparecía de chico junto a mi madre.  ¡La misma frente, los mismos ojos vivos!
Como un relámpago volvió a mí el recuerdo. Tenías dieciocho años y yo veinte, cuando me dijiste que esperabas un hijo.
Sólo pensé en huir. Mi miedo se trasformó en rabia y te empujé a un lado. Antes de cerrar  la puerta te vi en medio del living, apretando tu vientre con tus manos, sacudida por los sollozos.
Me arrepentí después, te lo juro.
Llamé a tu casa muchas veces. Tu mamá me dijo que te habías ido lejos, que no llamara más.
Merodeé tantas noches por tu calle, pero la luz de tu dormitorio no volvió a encenderse. Era cierto que te habías ido.
Y ahora te veía. Y lo veía a él, a ese niño que ya no era hijo mío. Que lo fue solo por una casualidad y que yo rechacé para no comprometer mi vida.
Pasaron ustedes a mi lado. Por un instante me miraste y vi una luz encenderse en el fondo de tus ojos. Pero se apagó y tu mirada resbaló  sobre mí como si no me vieras.
¿Me reconociste?
Nunca lo sabré. Sólo sé que aquella tarde se abrió una ventana en mi infierno privado y por ella se asomó un ángel. Después volvió la oscuridad y el frío. Porque para mí eso es el Infierno. Un páramo desolado a donde no llega la esperanza.

VIAJEROS. Cuento

Se puede decir que me embarqué de polizón en el crucero de la Vida.
"No quiero tener un hijo de la casualidad desgraciada"
Esa fue la frase con que mi padre me dio la malvenida a este mundo.
Pero mi mamá que era flaquita y tenia recién los dieciocho,  decidió protegerme,  más no fuera que por darle la contra a ese patán.
Me acuerdo del día en que ella y yo tuvimos conciencia de que estábamos solos.
Después de la frase para el bronce que se largó mi progenitor, nos quedamos parados en mitad de la pieza. Sonó un portazo y después el sollozo de mi madre.
Todo su cuerpo tan flaquito, pobre, se estremecía por el llanto y adentro de ella yo me balanceaba como a bordo de un buque en alta mar. Por eso, creo, me quedó la idea de que me embarqué como polizón. Y la verdad es que todavía ando medio mareado por el oleaje de la Vida.
Del patán de la casualidad desgraciada no supimos más.
Parece que se arrepintió y anduvo llorando por los muelles. Pero ella, la flaquita,  mi madre,  se secó las lágrimas, hizo su equipaje y nos embarcamos rumbo a otro continente.

ESCRIBIENDO LA VIDA. Cuento

Escribí mi vida como una novela en tres tomos.  Ningún éxito de librería.  Más bien literatura mediocre. 
El primer tomo,  como es obvio,  lo empecé cuando nací.   Y por sus páginas  pasan campos de alfalfa con mariposas, tardes de mar junto a mis padres,  un pupitre escolar con un agujerito para poner el tintero y muchas  lágrimas de amor desengañado.   De esas que se evaporan al sol sin dejar rastros. 
El segundo tomo lo empecé con mi matrimonio.  Resulta imposible leerlo.  Una enorme botella de tinta negra se volcó sobre él y anegó todas sus páginas.  Y aunque había mucha agua de lágrimas para diluir la tinta, igual resulta ilegible.   ¡Que piadoso desparramo!
El tercer tomo lo estoy escribiendo ahora.   Y no hay duda de que irá a la imprenta como obra póstuma.  No sé si algún crítico podría decir,  misericordiosamente, que he mejorado mi estilo.   Pero,  Uds.   no lo hallarán en la lista de los best sellers.  Mejor búsquenlo en el Obituario. 

ROSALBA SE HA IDO. Cuento

Me acuerdo como lloraron mis papás una mañana,  cuando al llamar a Rosalba a desayunar, vieron que no estaba en su pieza.  Faltaban sus vestidos y sobre el polvo del ropero, se veía la marca que había dejado su maleta.  
Ellos no la buscaron,  porque sabían a dónde y con quien se había ido. Pero, me acuerdo que mi papá andaba más callado que nunca. 
Nos sentábamos a comer y luchábamos por encontrar un tema, pero las palabras se nos morían antes de salir al aire.  
Durante mucho tiempo mi mamá estuvo poniendo el cubierto de Rosalba  en la mesa.  Y había en la casa una atmósfera de espera, que poco a poco se fue diluyendo. 
Pasaron hartos meses.  Yo me acuerdo porque se acercaban las vacaciones de Invierno, y en el colegio todas andábamos contentas. 
Los árboles del patio ya  no tenían hojas y casi todos los días amanecía lloviendo. 
Hasta que una noche, cuando estábamos recién empezando la sopa, sonó el timbre de la puerta con un campanillazo estridente que yo creo que a los tres  nos paró el corazón. 
Mi mamá levantó la cara y estaba pálida, con una expresión de esperanza y terror que nunca le había visto. 
Corrió a abrir y ahí en el umbral estaba Rosalba.  Me acuerdo que le había crecido harto el pelo y le caía lacio a los lados de la cara.  Parece que estaba débil,  porque sujetaba la maleta con las dos manos y ni siquiera la soltó cuando mi mamá la rodeó con sus brazos. 
Mi papá siguió comiendo con la cabeza baja,  como si nada pasara, pero yo veía como las lágrimas le iban cayendo lentamente en la sopa.  

HOJAS SECAS. Cuento

Estaba sentado frente a la ventana mirando como el viento desprendía las últimas hojas del árbol, dejándolo desnudo.  Y sin querer se comparó con él, solo y desposeído de todo lo que hasta entonces había constituido su vida.
Su nuera lo trataba con gentileza.  Sus nietos jugaban con él y lo llamaban "Tatita".  Pero, sabía que tenía que irse.  Era preciso que asumiera su soledad. 
Pensó que su vida era como un despojo arrojado por el  mar en una playa.  ¡Quedaba tan poco ya de su naufragio!
A veces, cuando su nuera lo despertaba con el desayuno, entre sueños confundía su voz con la de Ilse.  Pero, ella había muerto hacía ya tantos años. 
Su pérdida no le causó verdadero dolor.  Más bien fue un alivio después de una vida de decepción.  Se casó con ella porque era joven y linda, pero después la supo egoísta y esclava de su vanidad. 
Creció entre ellos dos el vacío, que los hijos llenaron sólo a medias, porque siempre lo acompañó la desolación.  Sospechó que ella lo engañaba, pero prefirió fingir ignorancia.  ¡tan ajena le era, tan alejada de su propia vida interior. 
Y se aisló de la gente.  Sentía que su tristeza lo hacía miembro de una especie de aristocracia espiritual.  Que se distinguía entre las muchedumbres porque llevaba tatuada en la frente la estrella azul de la melancolía. 
Sin embargo, esa tarde pensaba en Ilse.  ¡Si no hubiera muerto, si estuviera a su lado! Ahora, vieja también, sus engaños habrían terminado.  Estarían juntos los dos, talvez más unidos que cuando eran jóvenes. 
Miró caer otra hoja que cayó lentamente a posarse en el alféizar.  Tomó el diario con desgano y lo abrió en la página de los anuncios:"Piezas se arriendan". 
Marcó un par de números y sintió que era el comienzo de su última etapa.  Recordó con tristeza la fugacidad de su pasión, los años de convivencia sin objeto. 
Y pensó que el vacío de su vida era peor que el dolor.  Deseó haberla amado y haberla llorado, pero todo estaba muerto en su corazón.  

CORAZONES VACIOS. Cuento

Cuando eran chicos, su papá jugaba con ellos.  Los llevaba al zoológico y les revisaba las tareas.  Siempre tenía tiempo para dedicarles.  Pero, a medida que crecieron fue perdiendo interés en ellos, a la par que lo perdía con respecto a su esposa. 
Generalmente llegaba en la noche cuando ya estaban durmiendo y los fines de semana empezó a tomar clases de vuelo. 
Y así, como el Gato de Sheschire se fué desvaneciendo en el aire, sólo que no fué su sonrisa la que quedó flotando sino el aire pétreo de su cara inexpresiva. 
Así, los dejó por completo en manos de una madre emocionalmente inestable que iba y venía entre la realidad y sus fantasías románticas. 
Si al principio ella sufrió por el abandono conyugal, si le dolieron esas miradas que resbalaban sobre ella sin detenerse, no lo demostró.  Vagabundeando por los mundos de su imaginación, se entregó a amores platónicos e inofensivos, que la rescataban de su soledad. 
Y ese fué el ambiente en que crecieron Mariana y Victor.  Sin sentir por sus padres ni odio ni afecto, desdibujados como estaban ambos en la bruma de sus respectivas ausencias. 
Ahora, ya adultos, su madre los llamaba a la clínica donde su padre yacía después de un infarto. 
Mariana se encontraba lejos y fue Victor el que entró a la pieza donde su madre dormitaba en un sillón. 
Se acercó al lecho del anciano.  No quedaba nada en sus recuerdos que justificara alguna emoción.  Su padre le cogió la mano y se la apretó. 
¡Cuánto me alegro de que hallas venido!
A Victor le extrañó el inusitado recibimiento, pero después miró sus ojos llenos de angustia y comprendió que su padre tenía miedo de morir. 
Vamos, papá.  No será nada.  Con reposo te vás a aliviar. 
No sabía qué consuelo brindarle y repetía mecánicamente: Te vás a aliviar, estoy seguro. 
Frente a ese anciano patético que se aferraba a su mano, su corazón permanecía endurecido y ajeno.  Dentro de él había un niño parado inmóvil en una pieza vacía. 

LA CASITA DE CHOCOLATE. Cuento

Era un barrio modesto donde los niños jugaban en la calle y daba alegría escuchar sus cantos y sus gritos hasta el anochecer.  
Pero un día empezaron a perderse de uno en uno y a veces de dos en dos. 
Se vio a madres llorando por la calle, mientras estrujaban sus delantales.  Llamaban a gritos a su niño, pero sólo les respondía el silencio o el lejano pito del tren. 
Vino la policía. 
Eran dos hombres que recorrieron la calle interrogando a los habitantes.  Casa por medio faltaba un niño, pero nadie sabía nada. 
Creyeron que ya no les quedaban puertas que golpear, cuando divisaron, tras los eucaliptus que bordeaban los rieles, una casa que no habían revisado. 
Estaba pintada color café, con ventanas y techo blancos.  Parecía una casita de chocolate decorada con merengue. 
Les salió a abrir una ancianita encantadora.  Los hizo pasar ala cocina donde un delicioso olor a galletas salía de un horno descomunal.  Cajas de chocolates y caramelos se apilaban sobre un mueble. 
-Es que vendo golosinas en la feria-dijo la viejita y luego se secó una lágrima cuando hablaron de los niños desaparecidos. 
Los policías salieron masticando galletas y considerándose fracasados.  No había ninguna pista. 
Pero Hansel y  Gretel desconfiaban de la vieja. 
Varias veces los había llamado cuando iban a ver pasar el tren. 
-¡Vengan, niñitos lindos! Tengo galletas y chocolates para darles. 
Pero ellos nunca quisieron entrar. 
La noche en que se perdió Juanito, el más chiquitito de todos los niños, Hansel no quiso esperar más. 
-Tenemos que ir a la casa de la vieja.  Dejemos un camino de miguitas de pan para que la mamá sepa a donde fuimos, no sea que nos pase algo y no volvamos antes del amanecer. 
Gretel tiritó un poquito pero se dió valor y  partieron en dirección al bosque. 
En la casita estaba encendida la luz de la cocina y se escuchaban crepitar las llamas del enorme horno.  Salía un olor exquisito, como cuando la mamá asaba un lechón al empezar el Invierno. 
Se asomaron despacio y vieron a la vieja.  Llevaba una servilleta en torno al cuello y se entretenía en afilar un cuchillo.  Hilos de saliva le chorreaban por las comisuras de la boca.  Pero, lo que los sobrecogió de horror fué la hilera de zapatitos de todos los tamaños, alineados sobre el aparador. 
Gretel pisó una rama y la vieja salió con el cuchillo en la mano.  Los niños se abrazaron espantados y no atinaron a correr
Al amanecer, los pájaros se habían comido todas las migas que había en el camino.

lunes, 10 de enero de 2011

HABLANDO CON MI SUEGRA EN UNA NOCHE DE LLUVIA. Cuento

¿Te das cuenta, Aidita? Aquí estamos solas tú y yo. Tu hijo tan amado se fue y ni se acordó de llevarse tu fotografía ni el ánfora con tus cenizas.

      Te dejó conmigo, con la nuera a la que no querías, a la que echabas la culpa de las desgracias de tu Pimpo querido.

      Pimpo le decías ¿Te acuerdas? Cuando nació te resistías a ponerle el nombre de tu marido. ¡Hacía ya tiempo que te había roto el corazón! No querías ni bautizarlo para no ponerle Eduardo y como en ese tiempo vendían las calugas “Pimpo”, empezaste a llamarlo así. Pimpito, tu lindo bebé, tu niñito querido.

            ¿Dónde estará ahora?

            Llueve y miro por la ventana hacia la noche mojada. ¿Tú escuchas? ¿Tus cenizas escuchan la lluvia golpeando los vidrios? Quizás sueñas que son los pasos de él que viene a buscarte.

            Pero, no te preocupes, Aidita. Se le quedaron sus pijamas de invierno y seguro que volverá. Entonces le pediré que te lleve a su nueva vida. Que será para ti otra nueva muerte, pero más placentera que la que tienes al lado  mío.  Al lado de tu nuera la frívola, la no querida.

            ¿Nunca pensaste que tu hijo podría haber heredado el corazón pétreo de tu marido, contra el cual te estrellaste y te rompiste en pedazos? ¿Nunca pensaste que aunque te obstinaras en llamarlo “Pimpo” él era un nuevo Eduardo, nacido para abandonarte también?

            Ahora lo sabes, Aidita, seguro que ahora lo entendiste, en esta noche fría en que estamos solas tú y yo. En que miro tu fotografía colocada junto al ánfora de tus cenizas y también, como tú, creo escuchar sus pasos que vienen a buscarte. Y a buscarme a mí también.

VOCES EN LA NOCHE. Cuento

Me había acostado hacía rato cuando sonó el teléfono. Una voz de hombre, llena de ansiedad, preguntó:
- ¿Marita?
- Lo siento, equivocado.
Al rato volvió a sonar.
- Marita, no cortes. Escucha…
- Lo siento, ya le dije que está equivocado.
Apagué la luz y empezaba a dormirme cuando de nuevo sonó la campanilla. Descolgué y puse el fono sobre el velador, me llegaba la voz del hombre que decía:
- Marita, contesta, se que estás ahí.
Me tapé la cabeza con la almohada.
Alojé un par de días en la casa de mi hermana y me olvidé por completo del asunto. Por eso, al volver, me sorprendió que, ya tarde, sonara el teléfono.
- Marita te estuve llamando. ¿Por qué no contestabas?
Me dio pena esa voz tan triste, que vagaba en la noche, buscando a quien sabe quien…
- Señor, yo no soy Marita. Vivo aquí desde hace poco.
- No trates de engañarme. Se que no quieres hablar conmigo, pero necesitpo explicarte…
- Lo siento Sr. De veras, lo siento.
Al final ya no le cortaba el teléfono. Lo dejaba que hablara, que me suplicara perdón por desconocidos agravios…
- Marita, tu sabes que te he querido tanto.
¿Dónde estaría la verdadera Marita, aquella abandonada?
El portero me habló de una pareja que había ocupado antes el departamento. Pero no supo decir más.
Una noche, la voz pidió que nos juntáramos.
- Es preciso que te vea. Te esperaré mañana a las 7, en el café de la plaza. Estaré ahí todas las tardes hasta que vayas.
Todo el día estuve pensando en el asunto. Sentía curiosidad y lástima. Y creo que había algo más. Porque una fuerza extraña, una loca sensación de identidad transferida me empujaron esa tarde hasta el café. Pasaban de la s ocho y pensé que se habría ido.
A través de la vidriera, espié el interior. En una mesa había un hombre frente a una taza vacía. Era flaco, con los cabellos grises y tenía los ojos fijos en la puerta de entrada. Nunca había visto unos ojos tan tristes.
Y ahí, no se que me dió. Salí de las sombras y empujé la mampara.
Al verme, se paró de golpe y vino hacia mi con las manos extendidas.
- ¡Marita, por fin! ¡Sabía que vendrías!

EN EL METRO. Cuento

El muchacho buenmozo de sonrisa malvada se habría sentado a su lado en el metro
Ella iba bien erguida, apretando la cartera contra su pecho y con la vista fija en un aviso publicitario. “Caja de compensación la araucana” Leía una y otra vez, pero se daba cuenta de que el muchacho se volvía hacia ella y la miraba. Lo peor es que le recordaba a alguien. A ese hombre que por años la había atormentado. Que nunca le pegó pero cuyas miradas frías eran como bofetadas. Que nunca le agredió, pero, con su sonrisa irónica le desgarraba la piel.
Tantos años de vivir así, tan asustada. Sintiendo que por más que se esforzaba, todo lo hacía mal. La comida estaba salada o insípida, la camisa siempre mal planchada y en la noche el desprecio de esa espalda frente a su cara, el suspiro de fastidio, antes de empezar a roncar. Pero, ahora se había ido. Ya no estaba en la casa. Le costó meses dejar de dormir al borde de la cama. Atreverse a estirar el brazo y encontrar el infinito alivio de la ausencia.
Ahora ponía la cabeza en mitad de la almohada y abría los ojos en la oscuridad, donde ya no había nadie que pudiera reprocharle sus torpezas.
Pero el muchacho buenmozo de sonrisa malvada estaba ahí para recordárselo.
Quiso pararse. Pasar por encima de él y alcanzar la salida. Y entonces sintió que la tomaba del codo y le decía:
-En la próxima estación nos bajamos, Mamá.