Cuando eran chicos, su papá jugaba con ellos. Los llevaba al zoológico y les revisaba las tareas. Siempre tenía tiempo para dedicarles. Pero, a medida que crecieron fue perdiendo interés en ellos, a la par que lo perdía con respecto a su esposa.
Generalmente llegaba en la noche cuando ya estaban durmiendo y los fines de semana empezó a tomar clases de vuelo.
Y así, como el Gato de Sheschire se fué desvaneciendo en el aire, sólo que no fué su sonrisa la que quedó flotando sino el aire pétreo de su cara inexpresiva.
Así, los dejó por completo en manos de una madre emocionalmente inestable que iba y venía entre la realidad y sus fantasías románticas.
Si al principio ella sufrió por el abandono conyugal, si le dolieron esas miradas que resbalaban sobre ella sin detenerse, no lo demostró. Vagabundeando por los mundos de su imaginación, se entregó a amores platónicos e inofensivos, que la rescataban de su soledad.
Y ese fué el ambiente en que crecieron Mariana y Victor. Sin sentir por sus padres ni odio ni afecto, desdibujados como estaban ambos en la bruma de sus respectivas ausencias.
Ahora, ya adultos, su madre los llamaba a la clínica donde su padre yacía después de un infarto.
Mariana se encontraba lejos y fue Victor el que entró a la pieza donde su madre dormitaba en un sillón.
Se acercó al lecho del anciano. No quedaba nada en sus recuerdos que justificara alguna emoción. Su padre le cogió la mano y se la apretó.
¡Cuánto me alegro de que hallas venido!
A Victor le extrañó el inusitado recibimiento, pero después miró sus ojos llenos de angustia y comprendió que su padre tenía miedo de morir.
Vamos, papá. No será nada. Con reposo te vás a aliviar.
No sabía qué consuelo brindarle y repetía mecánicamente: Te vás a aliviar, estoy seguro.
Frente a ese anciano patético que se aferraba a su mano, su corazón permanecía endurecido y ajeno. Dentro de él había un niño parado inmóvil en una pieza vacía.
Corazones vacios. Una realidad de muchos Excelente.
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