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lunes, 7 de noviembre de 2011

EL COLLAR.

Yo tenía nueve años cuando a la casa llegó Palmira. Mi mamá la trajo del Sur para que le ayudara en los quehaceres. Era rubia y se peinaba con unas trenzas amarradas sobre la cabeza. Bien flaca y parecía que toda la ropa le quedaba grande. Quizás se la habían regalado.
No sé por qué, de entrada le tomé odio.
Quizás fue porque mi mamá me encargó que me portara especialmente bien con ella, porque acababa de quedar huérfana.
Supongo que me dieron celos y empecé a romper cosas para que le echaran la culpa. También entraba al baño apenas  ella terminaba de limpiarlo y con las manos llenas de barro ensuciaba el lavatorio. Ella se daba cuenta y no me decía nada. Lo volvía a limpiar y me miraba con unos ojos tristes como preguntándome por qué la perjudicaba.
Lo que yo quería era que se devolviera por donde había venido.
Con ella en la casa, mi mamá tenía más tiempo para salir y casi todas las tardes, cuando llegaba del colegio, encontraba a Palmira sola en la cocina.
Le encantaba escuchar la radio. Puros tangos y boleros que tocaban en una emisora  bien popular. Me acuerdo que un tango que le gustaba especialmente hablaba de una cieguita que iba a la plaza con su abuela y las otras niñas no la invitaban a jugar. Cuando lo tocaban, Palmira dejaba lo que estaba haciendo y lo escuchaba con gran atención. Al final, veía que estaba llorando y me reía de ella.
Otra cosa que inventé fue desenchufarle la radio en la  mitad del tango. Se quedaba como aturdida y empezaba a mover las perillas antes de darse cuenta de lo que había hecho. Me divertía tanto que me arrancaba de la cocina a mi dormitorio, para reírme a gusto.
Palmira era bien joven. Tenía como diecisiete años, creo, y todavía le gustaban las muñecas.
Un día que entré a mi pieza, la encontré con mi muñeca de loza en brazos. Le tocaba los rizos con devoción y acariciaba los volantes del traje. Tan arrobada estaba que no me escuchó entrar. Decidí espiarla y cuando estuve segura de que  esa muñeca le gustaba más que ninguna otra, tuve claro lo que tenía que hacer.
Un día que estaba en la cocina escuchando sus tangos, entré con ella en brazos.
-Mira, Palmira-le dije-Esta muñeca es fea y vieja. Como me van a regalar una nueva, la voy a romper.
Y antes de que pudiera impedírmelo, azoté la cabeza de loza contra el mesón.
Ella dio un grito y se agachó a recoger los pedazos. Me acuerdo que en el suelo quedaron los ojos, que eran dos bolitas celestes unidas por un alambre. Ella los tomó sollozando y los miraba sin poder convencerse de lo que había pasado.
Lloró más que cuando tocaban "La cieguita".
No me acusó a  mi mamá y ella ni se dio cuenta de que ya no la tenía en la pieza. Total, ahora que podía dejarme con Palmira, salía cada día más y yo veía un auto azul que venía a buscarla y se quedaba parado a mitad de cuadra hasta que ella salía.
Mi papá me llamaba a veces por teléfono para llevarme a comprar ropa o para que fuéramos a Fantasilandia. Pero, nunca le conté lo de Palmira ni  las salidas de mi mamá.
Lo echaba mucho de menos y le pedía llorando que volviera a la casa, pero él me contestaba que no podía ser.
Después de eso quedaba triste y enrabiada y lo único que me servía para desquitarme era  molestar  a Palmira.
Un día, cuando salió al jardín a regar, entré a escondidas a su pieza. Ahí estaba la muñeca sin cabeza, sentada sobre su cama.
Fue la única vez que me dio lástima, pero igual estaba decidida a hacer que la echaran.
Tenía que ser por algo que a mi mamá realmente le importara.
Ella tenía un collar nuevo de perlas que de seguro se lo había regalado el tipo del auto azul.
Se lo ponía bien seguido y si no, se sentaba frente al tocador y acariciaba las perlas, una por una, como si fueran las niñas de sus ojos.
¡Ojalá a mí me hubiera hecho cariño así alguna vez!
De manera que decidí que Palmira se iba a robar el collar.
Primero le conté a mi mamá que en la cocina la había visto llorando porque se quería devolver al Sur. Pero que me había dicho que no tenía plata para llevarle a su madrina y que sin plata no la iba a recibir. Que tenía que ser mucha plata, pero ¿de dónde la iba a sacar si casi todo su sueldo se lo mandaba a ella para que le cuidara a su hermanita?
Lo de la hermanita era cierto. Parece que era bien chica y la había tenido que dejar allá para venirse a trabajar a Santiago. A lo mejor la muñeca la hacía acordarse de ella.
A mi mamá no le interesó mucho la historia, pero algo le habrá quedado rondando. Digo, por lo que pasó después.
Lo siguiente fue sacar el collar  de perlas y esconderlo. Pero ¿dónde? Tenía que ser en un lugar donde nadie pudiera encontrarlo, aunque viniera la policía.
Estaba pensando en eso cuando mi mamá salió del baño y rápidamente tiré el collar adentro del florero. Dijo que ese día no iba a salir porque vendría a almorzar la tía Clara.
Llamó a Palmira y le mandó que hiciera la cama y que botara las flores que ya estaban marchitas.
Yo no le perdía pisada.
La ví salir de la pieza con el jarrón, botar el agua  y luego tirar todo el contenido en el tarro de la basura. No se fijó que entre los tallos y las hojas podridas iban enredadas las perlas.
Al medio día pasó el camión municipal recogiendo los desperdicios. . . Y ahí se fueron para siempre.
Buen castigo para mi mamá. Seguro que a dónde más le dolía. Así aprendería a no dejarme  sola para salir con el hombre que le regalaba cosas.
En cuanto a Palmira, por supuesto que mi mamá se acordó de la historia que yo le había contado sobre su necesidad de plata.
La acusó de robo y le preguntó más de mil veces dónde había vendido el collar. Pero ella lloraba tanto que al final se compadeció y no llamó a Investigaciones.
Que se fuera no más-dijo-¡Ladrona malagradecida!
Y así salió Palmira de la casa con su maleta de mimbre amarrada con un cordel. Debajo del brazo llevaba la muñeca rota. Tenía los ojos tan rojos e hinchados, que apenas podía ver. Pero igual me dio una mirada larga y triste que me decía que lo sabía todo.
Casi me arrepentí, pero si decía la verdad me habrían castigado y además, ya no había caso de recuperar el collar.
En eso llegó Mariela para convidarme a jugar a su casa. Partí feliz a pedirle permiso a mi mamá, y como ella quería salir, no me puso ningún inconveniente.

1 comentario:

  1. Esta historia prescinde de todo código ético o moral y al final queda la ingrata sensación de que la perversa protagonista está en su derecho al actuar como lo hizo. Tal vez convendría sugerir un castigo. . .

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