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lunes, 25 de abril de 2011

UNA CARTA PERDIDA.

Habían pasado veinte años. El pueblo estaba muy cambiado.
Busqué la casa en la que habíamos vivido, pero ya no estaba. En su lugar había una reja que resguardaba un jardín y al fondo, un chalet blanco.
Aferrada a los barrotes de esa reja estuve un rato llorando. Mis padres, mi hermana, todos los seres que más amé ya no estaban conmigo.
Seguí caminando en dirección a la plaza. Con sorpresa, ví que el Correo funcionaba en el mismo lugar, una casa antigua frente a la Gobernación. Entré sin pensar, buscando recuerdos y mi impresión fue grande al ver al mismo encargado, detrás del mostrador. Canoso, con sus ojos cansados rodeados de arrugas, el Sr. Cereceda me miraba sonriente.
Por supuesto, no me reconoció y cuando le dije mi nombre, se quedó mudo durante unos segundos.
-Pero, claro!-exclamó al fin -Las señoritas M. . . Me acuerdo mucho de Uds. Sobre todo de su hermana Gloria. ¡Era tan linda! No sería posible olvidarla. . . Y Ud.  ¡Pero si se fue de aquí cuando era una niñita!
No quise decirle que mi hermana había muerto. ¿Para qué entristecerlo inútilmente?
De pronto se dio un golpe en la frente, como si se acordara de algo.
-Ud. no lo va a creer, señorita. –dijo -Después que Uds. se fueron, llegó una carta a la casilla de su hermana. Yo no supe a dónde re expedirla y se fue quedando, quedando en el cajón de mi escritorio. ¿Me creerá que aún la guardo?
Rebuscó entre unos papeles y sacó un sobre ajado y un poco amarillento.
-Tome, aquí está. ¡Nunca perdí la esperanza de poder entregársela! A ella le dará mucho gusto recibirla después de todo este tiempo. ¡Si creo que es de un novio que ella tenía en esos años!
Miré el remitente: Alberto S. . . . Y una dirección en Rancagua.
La tomé en silencio y me despedí apenas pude. No quería que él viera mis lágrimas, mi tremenda emoción al recibir esa carta.
Me acordaba de Alberto. No lo había conocido, pero durante meses había visto a mi hermana ir al correo a retirar sus cartas. Las recibía en una casilla porque no quería que mi papá la sorprendiera teniendo correspondencia con un joven. ¡Era tan estricto!
Luego, sorpresivamente nos fuimos a Santiago. Un nuevo trabajo para mi papá y para nosotras, un internado de monjas.
Ella lloró muchas veces leyendo las cartas de Alberto en el frío dormitorio del colegio. Pero, ya no pudo escribirle más. Quizás no quiso hacerlo. Talvez prefirió olvidarlo, ya que las circunstancias los habían separado tanto.
Pero, las cartas amarradas con una cinta rosada permanecieron  en el cajón de su cómoda, incluso después que se casó.
Su pieza había quedado intacta. Nadie tocó sus cosas y después que ella murió, se convirtió en un santuario.
Muchas veces ví a mi mamá sentada en el borde de su cama, con el rostro levantado, como si buscara un invisible rayo de luz en la penumbra de su ausencia. Nunca me atreví a interrumpir esos momentos de solitario recogimiento en los que talvez ella sentía que se comunicaba con Gloria en alguna forma.
Cuando murieron mis padres y se deshizo la casa paterna, recogí muchos recuerdos y entre ellos el paquete de cartas.
Y ahora recibía ésta, que parecía venir desde un pasado remoto.
-"Entréguesela, señorita. Ella estará tan contenta. . . "
Me senté en un banco de la plaza con la carta estrujada entre mis manos. ¿Tenía derecho a abrirla?
Imaginé que Gloria se inclinaba sobre mi hombro, expectante.
-¡Ya, hermanita! Veamos qué me dice Alberto. . .
Rasgué el  sobre y fue como si desde veinte años atrás me llegara la voz melancólica de un muchacho que decía:
"Querida Gloria, ¿Por qué no me has escrito más? Pienso que talvez quieres olvidarme. ¿O estás enferma? Soy tan egoísta que preferiría eso. Pero, sólo un poquito enferma ¿no? con tal de no creer que ya no me recuerdas. . . "
Por un segundo pensé ir a Rancagua. Buscar a Alberto. Contarle lo que había pasado, decirle que ella había muerto. Pero ¡No!
Habían pasado tantos años. Quizás ya no la recordara. O por el contrario, aún pensara en ella con nostalgia y en su mente la imagen de Gloria permaneciera inalterable en toda la belleza de sus quince años.
¿Para qué desvanecer esa ilusión, causándole un dolor innecesario?
Volví a Santiago más triste que antes, rodeada por los fantasmas de nuestra juventud.
En una cajita tenía las fotos de Gloria y el paquete de cartas.
Desaté la cinta rosa y le agregué esa otra, sintiendo que al hacerlo, en cierto modo se la entregaba a Gloria y  así dejaba de ser "una carta perdida".

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