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domingo, 3 de abril de 2011

MILAGROS COTIDIANOS.

Me acuerdo  que en ese tiempo mi mamá estaba casi siempre enferma.  
Cuando yo volvía del colegio, entraba de puntillas en su pieza. Las persianas estaban cerradas y ella en cama, con un pañuelo empapado en agua de colonia sobre la frente. Abría los ojos y me sonreía entre dulce y triste. Levantaba una mano para hacerme cariño, pero se le caía antes de llegar a mí, como si le pesara demasiado.
-Laurita -me dijo el papá- La mamá está enferma así  que no hagas mucho ruido. Termina las tareas calladita y después te vas a jugar al jardín.
Al otro día, cuando entré a la cocina a tomar mi leche, había alguien poniendo la mesa.
-Hola, Laurita, soy Herminda. Vine a ayudarle a tu mamá.
Era una señora joven, bien flaca. Tenía la piel tan blanca que se parecía a Blancanieves, pero no tanto, porque el pelo era castaño. Cuando se volvió de espaldas, vi que tenía una joroba. Mejor dicho, tenía dos, como los dromedarios. Porque mi papá me explicó bien que son los camellos los que tienen una. Ella tenía dos  y por entremedio le caía una trenza hasta la cintura.
Mientras lavaba los platos cantaba con una voz bien linda. Eran unos cantos raros, como de iglesia, pero en un idioma que yo no conocía. No sé qué tenían esos cantos, pero al rato de oírlos una se sentía tranquila y como que todas las cosas iban bien.
La casa empezó a estar muy limpia y mis blusas del colegio almidonadas. Ella subía a darle la comida a mi mamá y me fijé que le ponía bien suavecito una mano sobre la frente y al poco rato a mi mamá ya no le dolía la cabeza.
Yo la encontraba linda pero cuando se volvía de espaldas y le veía esa doble joroba, me daba mucha lástima.
Una vez la vi llorando y las lágrimas le caían en la lavaza donde estaba remojando los platos.
-¿Qué tienes, Herminda? ¿Te duele la espalda?
-No, Laurita. Es que echo de menos mi casa.
-¿Y está muy lejos?
-Tan lejos como de la tierra al cielo-dijo Herminda, y elevó los ojos con las manos puestas sobre el corazón.
Pero aunque estuviera triste, la casa brillaba. Cuando yo estaba en la pieza de mi mamá, la oíamos limpiar cantando, con esa voz tan fina que tenía. Y mi mamá se sonreía y parece que de a poco se le iba quitando el dolor.
Yo pensaba que Herminda era mágica. Que tenía un hechizo, como en los cuentos de hadas. Quizás era una princesa y una bruja mala le había hecho salir esa joroba. Por eso la observaba todo el tiempo, a ver si su misterio se me revelaba de una vez.
Una noche la fui a espiar a su pieza, después que todos se acostaron. La puerta estaba entreabierta y vi cuando Herminda, de espaldas a mí, se quitó la blusa.
No era joroba lo que tenía. Eran dos alas que estaban encogidas, después de pasar todo el día apretadas con la ropa. Ella se sacudió y las alas se desplegaron con un suave rumor. Eran blancas y despedían una especie de fulgor celeste que iluminaba toda la pieza.
Sin querer, di un grito. Herminda se volvió sobresaltada y se puso un dedo en los labios.
Como no tenía muy claro ese asunto de la gente con alas, le pregunté:
-¿Eres un hada?
-No, Laurita, soy un ángel. Pero tienes que prometerme que guardarás el secreto.
-Pero, si eres un ángel ¿Qué haces en esta casa lavando las ollas y limpiando el piso?
-Es que estoy castigada. Tengo que cumplir esta penitencia por un tiempo.
-¿Y por qué te castigaron?
-Porque yo era muy curiosa. Había descubierto un huequito entre las nubes y me pasaba mirando a la gente de la tierra. Hacía la cimarra y en vez de ir a clases de arpa o de canto, me arrancaba a mirar por el huequito de las nubes. Y entonces, el Angel Mayor me dijo:
Si tantas curiosidad tienes por lo que pasa en la tierra, vas a ir un tiempo para allá, a vivir entre la gente.
Y de repente me encontré sentada en una banca, entre otras mujeres que buscaban trabajo.
Era una agencia de empleos. Entró tu papá y me mandaron con él a ayudar en la casa mientras tu mamá se mejora.
Y yo creo que las canciones de Herminda y los suaves toques de su mano blanca sobre la frente de mi mamá, fueron los que lograron que se mejorara muy pronto. Pero el doctor estaba de lo más ufano y cobró una cuenta bien larga y con hartos detalles.
Un día Herminda me avisó que en el cielo ya la habían perdonado y que por fin podría volver.
Estaba bien contenta y yo también, porque la quería mucho y no soportaba verla llorando sobre el agua del lavaplatos.
Se despidió de mis papás y dijo que esa noche partiría.
La acompañé a su pieza. Ella abrió la ventana y desplegó sus alas blancas y luminosas. Me dio un beso en la frente y se elevó por los aires.
Subió, subió cada vez más alto y yo la miré hasta que su blanco resplandor se fundió con el de las estrellas.

 

1 comentario:

  1. Un cuento bellamente escrito para niños, no ha pensado escribir también para ellos.

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