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lunes, 18 de abril de 2011

LA MUJER DE LA ISLA.

Fue un grupo pequeño de turistas los que pedimos ir a la isla.  
Se veía tan cerca desde la playa, pero a medida que navegábamos, parecía que se iba alejando cada vez más.
En la proa iba sentada una mujer sola. Llamaba la atención su gesto triste, sus grandes ojos clavados en las olas, escudriñándolas. Tal parecía que quisiera arrancarles algún secreto. En su mirada había rabia y desesperación.
Cuando desembarcamos, la ví tomar un camino que orillaba las rocas y entrar en una casa.
Ese día recorrimos la isla, que era salvaje y hermosa. El guía nos llevó a las ruinas de un castillo que se alzaba misterioso, enfrentando el mar. El resto era bosques de pinos, y un pequeño pueblo, con Iglesia y escuela, rodeando el muelle.
Al atardecer me aparté del grupo cuando ví de lejos, sentada en una roca, a la mujer triste que viajara con nosotros esa mañana.
Me acerqué a ella y me senté a su lado. Clavaba sus ojos en el agua con la misma fiebre y la misma ansiedad que le viera en la lancha.
-¿Espera Ud. algo?-le pregunté.
Espero que me devuelva a mi hijo. Me dicen que ya no volverá. Que su bote lo hallaron destrozado allá en esas rocas. Pero sé que no es verdad.
En el rugido de las olas oigo que me llama. Vengo en las noches a esperarlo y nunca la oscuridad me cubre entera. Siempre hay alguna estrella que con su titilar me hace señales.
Dicen que la mar es cruel, pero yo sé que es buena. Tiene un regazo de madre para acunar a sus hijos. Si tiene tantos ¿Por qué querría también el mío?
La miré con pena y no supe qué contestarle. Ella no se dio cuenta cuando me alejé en dirección al pueblo.
Caía la noche y un viento salobre me mojaba los labios. Rugía el mar y en su bramido se perdía el grito de las gaviotas.
A lo lejos, la mujer permanecía en la roca y cuando empezó a caer la noche, aún podía divisar su silueta recortada contra la fosforecencia de la espuma.
Me acerqué al hombre que servía las mesas en el único bar de la isla.
-¿Lleva muchos años aquí?-le pregunté.
-Desde que nací, pués, señorita- me dijo riendo.
-Entonces habrá conocido al hijo de la señora. De la que está en esa roca.
-No, señorita, si ella nunca ha tenido un hijo.
Llegó sola a esta isla hace ya muchos años. Al principio la veíamos correr en la playa. Cantaba y bailaba como si jugara con un niño.
Después empezó a ir a la escuela, a la hora en que terminaban las clases. Salían los niños y ella los miraba uno a uno, como buscando a su hijo, hasta que el último se iba.
Y ahora está con ese delirio de que su hijo salió a pescar con los demás hombres. Y se vá a esperarlo todas las tardes a la playa. Se queda ahí hasta la noche, aunque gente compasiva trata de hacerla volver.
-Pero ¿Y no tiene parientes?
Recibe cartas del continente, con plata, creo yo. También viaja ella a veces, pero siempre vuelve sola. Tan sola como hace años, cuando llegó a la isla.
Se le ha ido la vida soñando con ese hijo. Al principio era un niñito pero pasaron los años y ya es un hombre. Ahora es un pescador que el mar no le devuelve.
-¿Qué cree, Ud. , señorita?¿Qué será este delirio?
Se quedó pensando unos momentos y después exclamó:
¡Y cómo  sabe Ud. si en un día de éstos no lo vemos  llegar en su bote!. Alto y rubio, como ella dice que es. Con la red llena de pescados y saludándola desde lejos.
-¿Cómo podríamos vivir si no creyéramos en los milagros?
-Es cierto-le dije yo-¿Cómo podríamos?

1 comentario:

  1. Me encantó, poética yo creo en los milagros. La felicito.

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