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lunes, 7 de enero de 2013

ODIO.

Te confieso que quería que murieras.
El odio desgarraba mi corazón como una bestia salvaje.
Sentía que no podría vivir tranquila mientras tú caminaras sobre la tierra.
En las noches, me desvelaba la certeza de que en algún lugar, envuelto en una oscuridad benéfica, tú dormías.
El insomnio era mi verdugo mientras tú descansabas y tal vez soñabas un sueño en el que nunca aparecería yo.
Cuando iba por las calles, tenía miedo de encontrarte. Y sin embargo, mis ojos te buscaban entre la gente. Quizás quería verte una vez más, antes de que mi odio te matara con su fuerza devastadora.
Porque sabía que iba a ser así.
Todos los días, abría el periódico en la página del obituario.
Buscaba en vano tu nombre, mordiéndome los labios hasta hacerlos sangrar.
-¡Aún vive!- pensaba, después de mi inútil búsqueda.
Y el día se me volvía negro, como una noche sin estrellas.
 ¿Cuando tu muerte me devolvería la vida?
¡Hasta que hoy lo leí, por fin!
¡No podía creerlo! Pensé que mi deseo asesino traicionaba mis ojos.
Pero, no. Allí estaba tu nombre, en la lista de los fallecidos.
Busqué tu obituario, trastornada por una feroz alegría.
"Comunicamos con pesar el prematuro fallecimiento de nuestro amado esposo y padre."
Abajo, el nombre de ella y el de tus hijos. Y la dirección de la iglesia en la que velarían tus restos.
Me vestí de negro y partí.
 ¿Por qué no? Ahora soy tu viuda.
Y nuestro hijito, al que no le permitiste nacer, llora también tu muerte, desde el limbo en el cual lo arrojaste.
-¡No quiero que tengas ese hijo!- me gritaste- Yo ya tengo los míos, nacidos de mi matrimonio.
Hoy los conocí.
Dos niños rubios, sentados muy quietos junto a su madre, en la primera fila de bancos.
¿Por qué los llevarían hasta allá? ¿Qué podían ellos, tan pequeños, entender de la Muerte?
En silencio, me uní al grupo de los dolientes. Nadie reparó en mi presencia.
De a poco, me fui acercando hasta tu ataúd abierto.
Desfallecida, volví a mirarte, después de tanto tiempo.
Tu pelo había encanecido levemente, pero tu rostro seguía siendo tan hermoso y joven como cuando lo  amé.
La última vez que lo vi, lo desfiguraba la furia. Una rabia fría  que lo volvía de piedra o de hielo.
-¡No puedes tenerlo!  ¡No quiero un hijo de la casualidad desgraciada!
Pensé que si te obedecía, podría retenerte. Que desafiarte sería perderte irremediablemente.
Pero, me abandonaste igual.
 Rota y vencida, vacía de mi hijo y de tu amor, que jamás había tenido.
En la iglesia, estuve un rato mirándola a ella, a tu mujer legítima.
Lloraba con la cabeza hundida en el pecho y los ojos cerrados.
"Ahora somos dos"- le dije.
"Al fin y al cabo, siempre hemos sido dos.
"Solo que tú lo amabas y yo lo aborrecía.
"Pero, igual éramos dos, caminando tras la sombra que su cuerpo proyectaba sobre la tierra.
"Eligió ir de tu mano, es cierto, y a mí me apartó con el pié, a un costado del camino.
"De las dos, fuiste tú la afortunada."
Eso le dije a ella, en silencio, mientras las dos llorábamos junto a tu ataúd.
Porque yo también lloraba.

Pero confío en que haya sido mi odio el que te mató.


2 comentarios:

  1. Vaya saltamos de lo dulce a lo amargo, dos fases de la vida real, que de una manera u otro se viven todos los días, me ha gustado.
    Un abrazo.
    Ambar.

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  2. Una historia que me sabe a amargo sabor...
    donde lo que me menos queda es una pizca de piedad siquiera...
    a veces e dolor nos envuelve y no suelta ....ni aún la muerte puede separanos...
    si supieramos antes de vivir lo vivido...como podríamos reparar tantos errores!!

    saludos!

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