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miércoles, 23 de enero de 2013

LA HISTORIA DE RUBEN.

Para José, de España.

A Rubén no le gustaban los sucesos extraordinarios y se aferraba a su rutina como a una tabla salvadora en un mar embravecido.

Cualquier cosa nueva que irrumpiera en su vida, trastornaba su equilibrio interior, sumiéndolo en una confusión casi angustiosa.

Su vida era sencilla y uniforme.

Parecía dibujada en la página cuadriculada de un cuaderno de matemáticas. Como esos dibujos que hacen los niños siguiendo los cuadritos y que dan por resultado casas cuadradas, árboles cuadrados y hombres que tienen poco de humanos y mucho de robots.

El tic tac del reloj era para él tan vital como el latido de su corazón.

Marchaban ambos al mismo ritmo y cada minuto era sagrado para mantener la rutina sin alteraciones.

El despertador sonaba a las siete en punto. Tomaba el desayuno a las siete treinta y salía del departamento a las siete cuarenta y cinco. Eso le garantizaba, aún con los atrasos y las aglomeraciones del Metro, estar en su escritorio del Banco, cuando aún faltaban diez minutos para que dieran las nueve.

Cada día era igual al anterior y era esa uniformidad la que le brindaba su equilibrio espiritual y le permitía mantener a raya a la angustia.

Vivía solo y había empequeñecido su vida a propósito.

Su lema era: "Entre menos tengas, menos perderás. Entre menos ames, menos sufrirás. "

Estaba solo desde hacía tanto tiempo, que ya no contaba los años de su soledad.

Su primera pérdida la había sufrido de niño.

Un día, al volver de la escuela, buscó a su madre por toda la casa, inútilmente.

El confiado grito de "¡Mamá, llegué!" se congeló en sus labios cuando, en un impulso inconsciente, abrió la puerta del closet y lo vio casi vacío.

Solo colgaban allí dos trajes de su padre y en un rincón, un paraguas negro encogía sus alas de murciélago.

Todos los vestidos de su mamá habían desaparecido.

Días después, su padre hizo su maleta y le dijo:

-Voy a buscar a tu madre.

No volvió a verlo más.

Alcanzó a estar solo una semana en la casa vacía, antes de que su tía Amanda lo llevara a vivir con ella.

Cuando murió y volvió a quedarse solo, organizó la precariedad de su vida como una forma de salvaguardar su corazón.

Pero, una mañana, al salir del edificio, la protectora rutina pareció estallar en pedazos.

Una joven, que corría llorando, cargada con una maleta, chocó de lleno con él y se aferró a su cuerpo con una fuerza inusitada.

Rubén trató de safarse, pero ella hundió la cabeza en su pecho y dijo, entre gemidos:

-¡Tenía que salir de ahí !

Y no pudo sacarle otra palabra.

La gente empezaba a mirarlos y Rubén, que siempre había querido pasar desapercibido, se sentía incómodo y avergonzado.

¿Qué pensarían de él? ¿Que la estaba maltratando?

Optó por cogerla de un brazo y llevarla a su departamento.

Ella dejó su maleta en el suelo y se derrumbó en un sillón.

Rubén vio que ya no podría deshacerse de ella y optó por decirle de mala gana:

-Puedes quedarte aquí hasta que yo vuelva. En el refrigerador hay leche y manzanas, por si tienes hambre.

Pensó tranquilizado: Aquí no hay nada que robar.

Partió desalado a tomar el Metro y por primera vez, llegó atrasado al trabajo.

Pasó el día conmocionado, cometiendo errores y desatendiendo a su jefe. Su único deseo era que, al volver por la tarde, ella se hubiera ido.

Pero, estaba ahí.

Había limpiado el departamento y puesto la mesa para la cena. Relucían como nunca los cubiertos y los vasos...

Se había peinado y refrescado la cara.

Vio que era linda. Y tan joven, que aún conservaba sobre su nariz las doradas pecas de la infancia.

-¿Cómo te llamas?

-Rosalba- respondió en un susurro. De apellidos, nada.

En la noche le cedió la cama y él se arropó en el sofá con una manta.

Apenas durmió. Trastornado, con la vida hecha pedazos. Pero con una sensación desconocida de dulzura y expectativa, llenándole el corazón.

Al día siguiente, salió en puntillas, mientras ella dormía y le dejó algo de dinero sobre la mesa de la cocina.

En la tarde, ella había preparado un guiso cuyo olor delicioso llegaba hasta el pasillo del departamento. La boleta de la compra y el dinero sobrante, estaban sobre su velador.

Varias noches mantuvo Rubén la rutina de ovillarse en el sillón, encogiendo sus largas piernas, mientras Rosalba ocupaba la cama.

Hasta que una noche despertó de golpe cuando ella encendió la luz del velador.

La vio erguirse y llamarlo en silencio, con un gesto de sus brazos.

Durmió con la cabeza sobre su pecho, sintiendo que una ola tibia que parecía venir desde el pasado, lo envolvía con su manto bienhechor.

En las mañanas, empezó a llegar al trabajo justo al filo de la hora, corriendo, pero no angustiado.

Sus compañeros se asombraban de verlo trasgredir su sagrada rutina. Y hubieran pensado que estaba enfermo si no hubieran visto el resplandor de sus ojos y la vaga sonrisa que parecía trasformar los razgos de su cara.

Rubén siempre había depositado su sueldo en el Banco, dejando en la casa lo indispensable para el gasto de la semana. Guardaba ese escaso dinero en una caja de bombones que había pertenecido a la tía Amanda, y que ocultaba en un cajón de la cómoda, entre sus camisas.

Al principio, aprovechaba el momento en que Rosalba estaba en el baño, para sacar de allí unos pocos billetes y dejárselos sobre la mesa.

Pero, ese fin de mes trajo todo su sueldo a la casa.

Delante de ella, lo guardó en la caja de bombones y le dijo:

-De aquí puedes ir sacando lo que necesitemos para los gastos del mes.

Y agregó, ruborizándose:

-Y puedes comprarte algo lindo para ti, si quieres.

Ella sonrió, sin responder.

Esa tarde, al regresar, Rubén apuraba el paso, ansioso por verla.

Le sorprendió hallar el departamento a oscuras y lo recorrió, buscándola inútilmente.

El jubiloso grito de ¡Ya llegué, Rosalba! se congeló en sus labios cuando, en un impulso inconsciente, tal vez dictado por el recuerdo, abrió la puerta del closet y lo vio semi vacío.

Solo colgaban allí sus dos trajes y su abrigo. En un extremo de la barra, un paraguas negro pugnaba por extender sus alas de murciélago.

Todos los vestidos de Rosalba habían desaparecido.

Y de la cómoda, la caja de bombones de la tía Amanda, también.

3 comentarios:

  1. me he quedado un minuto sin saber que decir por el impacto del final. con los ojos abiertos no sé que sentir, impacto, es eso y hasta lo he saboreado...:0

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  2. Vaya, el humano es el animal que tropieza siempre en la misma piedra? o es la historia de sus padres, la que tanto quiso evitar, que le alcanzó de lleno, pobre Joven, sufrir dos veces el mismo golpe.
    Un abrazo.
    Ambar.

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