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lunes, 9 de abril de 2012

UNA CENICIENTA MODERNA.

Marcos se quedaba hasta tarde en su despacho, revisando con calma los procesos pendientes. Generalmente las horas del día se le habían ido en reuniones con sus socios o en interminables conversaciones telefónicas.
Al anochecer, ya todo el personal se había retirado.
El estudio de abogados quedaba en el tercer piso de un edificio céntrico y a las seis,  empezaba a vaciarse lentamente. Se apagaban las luces de las oficinas y un ejército de empleados y de secretarias atravesaba el vestíbulo rumbo a la estación del Metro.
Sólo quedaban encendidas las ampolletas de los pasillos y las lámparas de la entrada, donde los conserjes cambiaban sus turnos con el personal de la noche.
Entonces llegaban las mujeres del aseo, arrastrando sus carritos cargados de escobillones y plumeros.
Marcos ya conocía de sobra a la que aseaba su piso. Una mujerona musculosa, que a pesar de la prohibición de fumar, trabajaba con un cigarrillo colgado de la comisura.
Dejaba para el final la oficina de Marcos y su impaciente carraspeo junto a la puerta era la señal de que él debía retirarse.
Pero un Lunes no fue ella la que llegó arrastrando el carro de los escobillones.
Marcos había bajado un momento y al volver, vio avanzar por el pasillo una figura graciosa  y menuda. La luz del pasillo daba de lleno sobre su pelo rubio, transformándolo en una especie de aureola de ángel o de hada.
Eso pensó Marcos mientras la miraba, parado en la puerta de su oficina.
Al acercarse a él, mostró un rostro agraciado enmarcado por una melena dorada. Avanzaba sonriendo con valor, pero se veía que el carro era muy pesado para su frágil contextura.
-Y tú ¿quién eres?-le preguntó Marcos con curiosidad.
-Soy Myriam, señor. Vengo a reemplazar a mi tía que está con licencia médica.
-¡Vaya! ¿Y serás capaz, tú, tan flaquita, de manejar esos escobillones?
-Sí, señor. ¡Lo haré muy bien, no se preocupe!
Marcos permaneció en su escritorio, pero le costaba concentrarse.
Aunque la joven hacía poco ruido, él permanecía atento a sus pasos y al cerrarse de puertas, mientras ella se acercaba a su oficina.
Había dejado la puerta abierta y la vio detenerse indecisa frente a él, sin saber qué hacer.
-¡Pasa, Myriam! No te detengas. Yo saldré de inmediato.
Ella empezó a vaciar los papeleros mientras él la miraba de reojo.
Vio su cabecita rubia que pendía como una flor de su cuello delgado, su cuerpo fino perdido entre los pliegues del guardapolvo, sus piernas esbeltas enfundadas en medias oscuras. Llevaba unos zapatitos de medio taco, no aptos para ese trabajo que no estaba acostumbrada a desempeñar.
Al final, Marcos recogió su abrigo y su maletín.
-¡Hasta mañana. Myriam!-le dijo con intención y ella bajó la cabeza, enrojeciendo.
-¡Qué linda es! ¡Qué delicada!-iba pensando él camino del estacionamiento- ¡Cargada con sus palas y sus escobillones!
Y sin saber cómo, le vino una idea a la cabeza y exclamó:
-¡Pobrecita Cenicienta!
Al otro día esperó su llegada con impaciencia y una sonrisa de deleite entreabrió sus labios al escuchar el ruido  del carrito en el pasillo.
Sólo había encendido la lámpara de su escritorio y tenía sintonizada la radio en una música bailable.
Cuando ella se detuvo en el umbral, la invitó a pasar y le dijo que se sentara un rato.
Ella, cohibida, no quería, pero al final aceptó y con un suspiro de cansancio, se dejó caer en una silla.
-Y tu tía ¿cómo está?-le preguntó Marcos, sin saber cómo empezar una charla.
-Está mejor, señor. Ha sido una gripe nada más.
-Dime Marcos ¿quieres?-le pidió sonriendo- Me haces sentir viejo si me dices señor.
Y con un movimiento reflejo, se llevó la mano a las canas que plateaban sus sienes.
Ella se ruborizó y le sonrió con timidez. El se acercó a ella y despojando una de sus manos del tosco guante de trabajo, examinó sus dedos blancos y finos, donde un anillito barato lanzó un destello de vidrio azogado.
La miró a los ojos y le susurró:
-Eres muy linda, Myriam. ¿Lo sabías?
La tarde siguiente fue igual para Marcos.
La ansiedad por escucharla llegar, la insistencia para que entrara a su oficina a descansar un poco y esta vez, lograr convencerla para que se dejara llevar por él, en unos pasos de baile con la música de la radio.
Ella temblaba. A instancias de él, se quitó el polvoriento guardapolvo azul y se mostró en una blusa rosada y una falda de lana.
La cogió de la cintura y ambos se deslizaron despacio sobre la alfombra.
Le llegaba el perfume de su cabello, débil resabio del último shampoo.
Su cuerpo frágil apenas pesaba entre sus brazos y no supo cómo empezó a besarla en la frente y  en el cuello. Interrumpió el baile y una de sus manos se cerró con fuerza sobre el pecho de Myriam. Trató de empujarla al sofá.
Ella gimió y debatiéndose, logró desasirse.
Salió corriendo de la oficina y se lanzó hacia la escalera. Iba llorando como un niño que se encuentra perdido a oscuras en un bosque.
En su loca carrera, uno de los tacos de sus zapatos se enredó en la alfombra y se quebró con un chasquido. Lo dejó ahí y continuó su huida cojeando.
Al llegar a la calle vio que llovía. Arrojó el otro zapato en un charco y se quedó descalza en la vereda. Sus pequeños pies, enfundados en las medias, se llenaron de barro en un instante.
Miró hacia atrás y comprobó aliviada que él no la había seguido.
Pasó un taxi y lo llamó sin saber si le alcanzaría el dinero para pagarlo.
El chofer la vio llorando, acurrucada en un rincón del asiento. La había visto subir descalza y adivinó que algo malo le había ocurrido.
Al llegar al humilde barrio donde ella vivía, olvidó el taxímetro y le dijo:
-¡Págame lo que puedas!
Mientras, Marcos había vacilado unos momentos y luego se había decidido a seguirla.
Sólo encontró el zapatito roto, abandonado en un peldaño de la escalera.
Lo tomó un instante en sus manos, mientras una mezcla de ternura y de vergüenza invadía  su corazón.
Pero se repuso rápido y de vuelta a su oficina, lo arrojó en el primer papelero que encontró en el pasillo. 

1 comentario:

  1. Hoy en día parece que no quedan Cenicientas ni Príncipes tal y como los idealizaban en los cuentos. Todos/as esconden lobos/as bajo sus sonrisas.
    En este caso, me parece acertada la elección de la profesión del protagonista, donde no hay escrúpulos de ningún tipo.
    No me resisto a dejar la siguiente ironía:
    ¿Cómo se sabe cuando un abogado está mintiendo? Respuesta: sus labios se mueven.
    José

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