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martes, 17 de abril de 2012

LA MUJER EN LA NIEBLA.

Todo empezó con fugaces destellos de luz que me sorprendían de pronto, sin aviso previo.
Otras veces, no eran esos fogonazos súbitos, sino una débil neblina crepuscular que se iba extendiendo sobre los objetos, desdibujando sus contornos.
No tenía dolores de cabeza que presagiaran una jaqueca y por lo demás, ese malestar no se me produjo nunca.
Después de un tiempo en que se sucedían estos breves fenómenos  a los cuales no di mayor importancia, empecé a tener alucinaciones.
Lo extraño era que todas consistían en lo mismo.
La aparición  de una mujer vestida de negro, que se acercaba a mí caminando lentamente. Su rostro era pálido y triste y sus ojos oscuros evidenciaban una gran congoja. No hablaba, no gesticulaba. Sólo caminaba a mi encuentro con sus grandes ojos clavados en mí y luego se desvanecía.
Siempre su aparición era precedida de esa luz difusa como una neblina que lo desdibujaba todo.
Surgida de esa bruma, emergía ella y venía  hacia mí con su rostro alterado por un dolor inconsolable.
Una vez alcancé a hablarle antes de que se desvaneciera.
-¿Qué le pasa, señora? ¡Dígame! ¿En qué puedo ayudarla?
Por primera vez ella alteró su inmovilidad extendiendo sus manos hacia mí en un gesto de súplica. Pero se desvaneció sin haber alcanzado a mover sus labios.
¿Qué me pasaba? ¿Me estaría volviendo loco?
No me parecía posible, porque el resto del tiempo mi vida transcurría en forma perfectamente normal.
Desarrollaba mi trabajo sin ningún problema. No tenía lapsus de memoria ni nadie parecía advertir en mí algún cambio o una conducta anómala.
Sólo eran fenómenos oculares, aquellos relámpagos sorpresivos que me envolvían en su brillo enceguecedor.
Y sólo eran mis ojos los que se evadían de la realidad, al percibir aquella pálida bruma azul que difuminaba los contornos de los objetos, antes de que la mujer apareciera ante mí con aquel aire de melancolía desoladora que atribulaba mi corazón.
¿Quién era ella? ¿Qué quería de mí?
Una y otra vez , en sus fugaces apariciones, le rogué que hablara.  Que me contara cual era su dolor para tratar de aliviarlo en alguna forma.
Se entreabrían sus dulces labios pálidos. Parecía que iban a emitir un sonido, modular una palabra...Pero siempre la implacable niebla se la tragaba antes de que hubiera alcanzado a lograrlo.
Luego la bruma azul también se desvanecía y me encontraba rodeado por los objetos que se dibujaban con total claridad, como si nada los hubiera alterado.
Empecé a ansiar verla.
Buscaba su presencia quedándome inmóvil, con la vista fija en la penumbra de mi oficina.
Los chispazos de luz que antes me habían preocupado ya me eran indiferentes. Dejé de preguntarme si no serían síntomas de una incipiente demencia. Sólo ansiaba volver a encontrarme envuelto en aquella bruma crepuscular que era el anuncio de la llegada de Ella.
La última vez que la vi, se acercó a mí y me tendió una carta.
Sus ojos estaban llenos de lágrimas y sus labios se entreabrían en una sonrisa triste, como esbozada con esfuerzo para tranquilizar mi inquietud.
Me levanté como un rayo del sillón en el que estaba sentado y me precipité hacia la aparición. Tendí mi mano para tomar la carta. Pero antes de llegar a hacerlo, se borró totalmente y me vi solo en mi escritorio, envuelto por la cotidiana luz del atardecer.
Reflexioné por fin, largamente, y reconocí que aquellas alucinaciones estaban trastornando mi vida. Me sentía al borde de la paranoia.
Decidí ir a un psiquiatra.
El escuchó con atención mi relato. Me interrogó largamente y pude notar que mis palabras lo iban  tranquilizando y que no percibía en mí ningún síntoma de conducta anormal.
Al final, sonrió condescendiente y me preguntó:
-¿No ha pensado en visitar a un oculista?
Me quedé mudo ante esta pregunta y se me antojó una burla.
-No se asombre-me dijo-Todos los síntomas que usted me describe, los fogonazos, la niebla, las fugaces alucinaciones, parecen obedecer a una anomalía ocular. Nada en usted me hace pensar que se encuentre al borde de una neurosis o de una enfermedad mental de carácter grave. Le insisto en que vaya cuanto antes a la consulta de un oculista.
Presa de la incertidumbre y la incredulidad ante su sorprendente diagnóstico, seguí su concejo.
Tras varios exámenes, el médico detectó un pequeño tumor detrás de la retina.
-Este melanoma-me dijo-que por cierto operable, es el que está produciendo en usted esta variedad de síntomas. Los relámpagueos, las breves alucinaciones, todas son características de la presencia de este tumor. Es más corriente de lo que usted piensa. Y más sencillo. Pero debemos extirparlo de inmediato.
Una semana después, cuando me retiraron las vendas, volví a ver el mundo en sus contornos definidos. Aquellos relámpagos no volvieron a enceguecerme ni volvió a envolverme aquella niebla azulada de la cual surgía, como una ondina desde el fondo de un lago, la misteriosa mujer de los ojos melancólicos.
¡No saben ustedes cómo la extraño!
 (Además me pregunto: ¿Qué diría la carta?)

3 comentarios:

  1. Sorprende ver lo bien que se tomaba el protagonista las extrañas "apariciones", todo lo contrario de lo que suele verse en las películas de miedo. Hasta extraña esos momentos una vez curado... Ahí se nota tu influjo jaja.
    Lo siniestro deja paso a lo científico.
    Yo imaginé que en esa carta iba a llegarle la noticia del fin de sus días.
    Un saludo.

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  2. ¿Estos seran los fantasmas de que tanto habla la gente y aparecen los psíquicos haciendo exsorcismos y cobrando por su trabajo?. Interesante de lo que es capaz el cerebro de crear imágenes de una anomalia ocular.
    Pero si fuera cierto que el espiritu de la mujer anda penando y buscando a personas con problemas oculares para manifestarse. Uno puede darle cuerda a la fantasia hasta el infinito. Me gustó. Un abrazo amiga

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  3. Este cuento me impactó de veras. Y hallé genial el final en el que el protagonista, aún ya sano de su dolencia, sigue pensando en la mujer de sus alucinaciones y aún se pregunta, humorísticamente, cuál sería el contenido de la misteriosa carta. ¡Cómo me gustaría ver este cuento impreso en una antología! Su calidad lo amerita.

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