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lunes, 18 de marzo de 2013

COPPELIA.

Apenas empezó el semestre formamos un grupo de estudio.
Nos pusimos de acuerdo en la cafetería y una niña rubia, llamada Susana, ofreció su casa.
Por la dirección, me di cuenta de que era en uno de los barrios más elegantes de Santiago.
Me sentí acomplejado, porque yo vivía en una pensioncita del barrio "Pila del ganso", al otro extremo de la ciudad.
Nadie conocía mis apuros económicos. Como en ese tiempo estaba de moda que todos se vistieran con ropa de segunda mano, entre más vieja, mejor...
Mis papás me mandaban una mesada que me alcanzaba bien, aunque seguramente a ellos les dejaba escuálido el presupuesto y les costaría llegar a fin de mes. Pasarían la última semana a puros fideos, los pobres viejos.
Por eso le ponía harto empeño en la Universidad.
Así que comprendí que me convenía entrar al grupo de estudios, porque había un par de ramos que me costaban mucho.
Esa tarde partí en Metro y después, caminé como quince cuadras para no tener que gastar en colectivo.
Desde lejos vi que era una casa enorme, rodeada de jardines. Antigua e imponente, no como esos chalecitos de juguete, todos pareados, que uno acostumbra a ver.
Iba a tocar el timbre en la reja, cuando por casualidad miré hacia el segundo piso y en una ventana vi una cara preciosa, rodeada por una nube de pelo rubio.
Ella también me miraba fijamente y una sonrisa leve y como misteriosa flotaba sobre sus labios.
¿Quién sería?  ¿Una hermana de Susana, tal vez?
Toqué el timbre y me ilusioné pensando que sería ella la que bajaría a abrir. Pero no se movió del lado de la ventana.
Fue una mucama de uniforme la que me abrió la puerta.
Llegaron dos compañeros más y nos pasamos  la tarde resolviendo ejercicios de trigonometría.
La misma mucama apareció al rato con una bandeja con refrescos y pasteles.
Yo siempre andaba con hambre, porque la comida de la pensión era como pensada para alimentar gorriones, pero disimulé y apenas mordisqueé un alfajor, como alguien que está harto de comer todos los días esa clase de exquisiteces...
Mientras estudiábamos, me venía a la mente la imagen de la niña rubia. Por la ubicación de la ventana desde donde se había asomado, me daba cuenta de que debía estar en la habitación contigua.
Pero, nunca apareció ni se sintió ni un ruido que delatara su presencia.
De más está decir que no me atreví a preguntarle nada a Susana.
A la semana siguiente, la tarde en que nos juntábamos a estudiar, llegué yo solo. Los otros prefirieron concentrarse cada uno en su casa, para preparar la prueba.
Al llegar, levanté la mirada ansiosamente y  vi de nuevo a la niña en la ventana.
Ahora estaba abierta y la vi apoyada en el alféizar, como si esperara a alguien.
De nuevo sentí sus ojos fijos en mí y su sonrisa pareció confirmarme que era a mí a quién esperaba.
Susana salió a recibirme y nos pusimos a estudiar de inmediato.
Cuando nos trajeron un café y biscochos, ella me dijo que hiciéramos un alto para conversar un rato.
Se me ocurrió preguntarle  quienes formaban su familia, esperando que me hablara de su hermana, pero me dijo que era hija única.
¿Quién era entonces la niña rubia?  ¿La había  imaginado acaso? Bien sabía que no.
Pero, de nuevo me quedé callado.
La puerta que comunicaba con la habitación contigua estaba siempre cerrada y ni un ruido, ni un rumor de música, evidenciaban su presencia.
Me daba cuenta de que estaba obsesionado.
Al mismo tiempo, notaba que Susana me miraba con interés. Hasta me coqueteaba un poco, pero yo solo pensaba en la otra. Me parecía una mezcla  de hada y de ángel, todas esas  imágenes lindas que pueblan los sueños de la niñez.
Pero, si yo le gustaba a Susana, más imprudente sería hacer preguntas.
Al otro día, nos fue muy bien en la prueba y  me invitó a su casa, para que cotejáramos los ejercicios.
Me di cuenta de que iría yo solo y pensé que sería mi oportunidad, aunque resultara impertinente, de preguntarle por "ella".
Para mí, era "ella". No necesitaba nombre, porque en el amor, la amada siempre es "ella", alguien a quién no se puede confundir con nadie más.
Al llegar a la casa, levanté la mirada hacia la ventana y no la vi. Temí que hubiera salido y que yo perdiera así la ansiada oportunidad de conocerla.
Susana estaba muy locuaz y cariñosa.
Bien pronto dejamos los libros y nos pusimos a conversar.
Ella puso su mano sobre la mía y me dijo con sencillez:
-Pablo, tú me gustas.
Me quedé callado y entonces ella, levemente turbada, retiró su mano.
Pero luego se paró y con toda naturalidad, me sirvió una taza de café y cambió de tema.
Se puso a hablar de lo difícil que había sido para ella ser hija única. De lo solitaria que había transcurrido su infancia.
-Cuando yo tenía once años, mi papá viajó a Paris y me trajo una muñeca de tamaño natural.
¡Era, incluso, más alta que yo! ¡Preciosa! La bauticé Coppelia y la vestía con mi ropa. Para mí, era como mi hermana. Le puse ese nombre por el ballet.  ¿Te acuerdas del argumento?  El doctor Coppelius fabrica una muñeca y la sienta junto a la ventana. Todos los jóvenes del pueblo se enamoran de ella y rechazan a las muchachas de carne y huesos. ¡Solo tienen ojos para Coppelia! ¡Qué locura! ¿Verdad?
Se interrumpió riendo y me dijo:
-Todavía la conservo. Está intacta. ¿La quieres ver?
Abrió la puerta de la pieza contigua y ahí, sentada en un sillón, estaba "ella", con sus ojos de vidrio fijos en mí y una leve sonrisa pintada sobre su rostro de porcelana.

2 comentarios:

  1. Estás haciendo historias de personajes. A penas leí tu cuento, tenía un vago recuerdo de la muñeca Coppelia, ya trasladada a otro entorno, e inesperadamente enlazada con el ballet al final. igual me pasó con Penélope, tenía un vago recuerdo que tejía su mortaja, la tuya teje un chal para protegerse del frío y no espera a nadie.

    Un afectuoso saludo y gracias por revivirlas.

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