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viernes, 3 de agosto de 2012

NADA.

Alberto siempre se quedaba fascinado frente a la tienda de antigüedades.
Era un batiburrillo de cosas maravillosas: violines, muñecas de porcelana, batallones completos de soldaditos de plomo, libros con las hojas carcomidas por el paso de los años...
Contemplar esos tesoros lo llenaba de nostalgia por un tiempo que él nunca había vivido. Eran tesoros que tenían un encanto que el prosaico mundo de ahora no le podía ofrecer.
La poesía de las cosas antiguas lo cautivaba y se quedaba largo rato parado frente a la vidriera.
En el mostrador estaba la dueña, una anciana de rostro astuto y ojos penetrantes que lo miraba y le sonreía, como invitándolo a entrar.
Sobre su cabeza colgaban máscaras, trajes de seda, sombrillas de encaje y junto a la puerta, un viejo organillo se sostenían en su único pié, como pidiendo ser tocado una vez más.
Al trasponer el umbral, Alberto sintió que entraba a la cueva de Alí Babá y ansió poseer siquiera uno de aquellos tesoros. Pero no tenía dinero para comprar ninguno.
La vieja observaba complacida su rostro juvenil y ávido.
-Te gustan las antigüedades ¿verdad?
-¡Oh, sí! Pero todo es tan caro...Y aunque tuviera dinero, no sabría qué cosa elegir.
Ella lo miraba en silencio mientras hacía girar entre sus dedos una cajita dorada, cubierta de pedrería.
-¿Y esa cajita? ¿Cuánto vale?
-Esta no se vende- respondió la anciana con aspereza y la cubrió con sus manos, como protegiéndola.
-¿Y qué contiene, qué la hace tan valiosa?
-Nada.
Alberto se sintió ofendido por esa respuesta y pensó:
¡Seguro que no va  a tener nada adentro!  Por algo no la quiere vender...Ocultará una joya o un anillo de valor incalculable.  Pero ¡aunque estuviera vacía!  Es tan hermosa, tan original...¡Qué no daría yo por ser el dueño de esa cajita!
Y no pudo apartarla de su mente.
Todos los días pasaba frente a la tienda y veía a su dueña sentada tras el mostrador. Ella lo miraba sonriendo en forma socarrona, como si adivinara la codicia que lo atormentaba y hacía girar entre sus manos la cajita enjoyada.
Siempre lo llamaba para mostrarle las cosas nuevas que recibía: libros forrados en cuero con hermosos grabados, tazas de porcelana, tan finas, que trasparentaban los dedos de quién las cogía, frutas de cera o de cristal...Todo se lo mostraba gustosa, pero sin soltar nunca la preciosa cajita.
Pero, un día entró un cliente a preguntar por una valiosa pintura y la vieja se levantó de su silla con presteza, olvidándola sobre el mostrador.
Alberto se abalanzó sobre ella y deslizándola en su bolsillo, se alejó de allí  corriendo.
Al llegar a su casa, puso la cajita en la palma de su mano, para ver brillar las piedras que la cubrían. No sabía si eran gemas o trozos  de vidrio azogado, pero resplandecían como estrellas.
Sus dedos jugaron un momento con la cerradura y la caja se abrió.
Instantáneamente, todo desapareció a su alrededor.
Se vio en medio de un paisaje blanco, como una infinita sábana de nieve. No había suelo ni cielo. Era el vacío total.
Entonces compendió que efectivamente, el contenido de la cajita era "Nada". "La Nada". Y que estaba aprisionado en ella, sin saber cómo escapar.
Echó a andar sin rumbo, porque no había horizonte hacia el cual dirigirse. Sus pasos no dejaban huellas y arriba, donde pudo haber nubes o estrellas, sólo había el mismo opresivo blancor.
No supo cuanto tiempo vagó sin rumbo por la asfixiante Nada que lo envolvía. ¿Sería así la Muerte?
De pronto, a lo lejos, vio un punto negro en medio de la blancura. ¡Algo había allí!  ¡Algo en medio de la infinita vaciedad!
Echó a correr esperanzado y a medida que se aproximaba, empezó a distinguir los contornos de una puerta. No había muro, sólo la puerta se alzaba allí y en su dintel vio un letrero que decía: "Todo".
Sentada en el umbral, como implacable centinela, estaba la vieja.
Alberto se precipitó hacia ella y le tendió la cajita:
-¡Tome!  ¡Aquí la tiene!  ¡Perdóneme, por favor!
Ella la cogió con avidez y le preguntó sarcástica:
-¿No te dije acaso lo que contenía?
-¡Déjeme entrar, se lo ruego!- le suplicó angustiado.
Ella hizo girar el picaporte y la puerta se abrió sin un rumor.
Alberto cruzó el umbral corriendo, antes de que se arrepintiera de dejarlo pasar.
Se encontró en la tienda de antigüedades. Echada sobre el mostrador, la vieja se reía. Espasmos de maligno gozo recorrían su cuerpo.
Alberto escapó corriendo, seguido por sus carcajadas.
Corrió despavorido durante muchas cuadras y no volvió a ese barrio nunca más.  

3 comentarios:

  1. Hace tiempo que no aparecía nada en tu Blog.
    Ahora leo tu historia.
    Veo que dedicaste estos días a crear una narración que sería el orgullo de cualquiera antología Top de nuevos escritores chilenos.
    Llena de imagenes muy bien descritas, con palabras que atrapan y que llevan hacia un final inesperado.
    Y para leerlo mas de una vez.
    Es un deleite para la mente y un generoso regalo de tu parte hacia quienes somos tus siempre agradecidos lectores.

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  2. El escaparate de la tienda de antigüedades ya atrapó mi interés nada más comenzar el cuento.
    ¡Qué malévola la vieja dueña, jugando con la cajita codiciada delante del niño jaja! Hasta pensé que no le dejaría regresar de la "nada"... aunque él se merecía un castigo por robar la cajita.
    Un cuento con mucha imaginación y que podría entrar perfectamente en el género de terror.
    Me ha gustado.
    Y por lo general, sí, lo antiguo merece más la pena que lo moderno. Al menos lo fabricaban mejor. Ahora sólo fabrican las cosas para que duren lo menos posible. Vamos hacia atrás por mucho que digan que progresamos.
    Te mando un abrazo "antiguo" y te deseo feliz semana :)
    José

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  3. Dice María Teresa Gonzalez:
    Qué despliegue de vocabulario el tuyo, qué atmósfera tan real creaste. Me veía en la tienda de antiguedades, hasta ví muchas cosas más de las que tú describes.muy bueno.

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