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viernes, 13 de julio de 2012

ESPERANDO A CLAUDIA.

Llegó el Invierno y el departamento se volvió más frío, más grande y más vacío que nunca.
Irene ya no se sentaba en el balcón a ver la puesta de sol y esas horas pasadas en quietud y nostalgia, le hacían falta a su vida.
Recorría el departamento, donde los únicos sonidos eran el eco de sus pisadas y el tica tac del reloj.
Sus pasos la llevaban siempre al que fuera el dormitorio de Claudia. Lo mantenía igual que cuando ella estaba viva.
El oso de felpa sentado en la cama y a su lado la muñeca rubia de sonrisa boba, que parecía preguntarle siempre:
-¿Aún no viene ella?
-No, ella ya no vendrá.
Habían pasado cuatro años desde la tragedia y fue más por soledad que por necesidad de dinero, que decidió poner el aviso:
"A estudiante arriendo pieza con baño. A dos cuadras de la estación del metro."
Quitó los juguetes de la cama y los guardó en el closet.
El oso la miró con unos ojos melancólicos, como reprochándole algo. Y la muñeca rubia de sonrisa boba pareció comprender por fin que Claudia no volvería. Pero siguió sonriendo con la mueca fija pintada en su cara. Los muñecos no saben llorar.
Llegó una joven de rostro agradable. Su familia vivía en el Sur y ella estaba en la capital estudiando pedagogía.
Llevaba una maleta pequeña y el taxista la seguía, cargando una enorme caja de libros.
-Más literatura que ropa- le comentó a Irene, sonriendo, y a ella le gustó el resplandor que adquirió su rostro, iluminado desde los ojos por aquella sonrisa con la que parecía burlarse de sí misma.
Su nombre era Olga y se pusieron rápidamente de acuerdo sobre el uso de la cocina y de la lavadora.
Era un alivio sentir esa presencia en el departamento. Unos pasos ágiles recorriendo el vestíbulo, una voz desafinada pero dulce, tarareando una canción bajo la ducha.
En las mañanas, la escuchaba calentar agua en la cocina y luego, el aroma del café llegaba hasta su dormitorio. Irene fingía dormir para no incomodarla, pero sus oídos seguían cada rumor, ávidamente.
Jugaba a imaginar que era Claudia que había vuelto y poco a poco, esa ilusión empezó a apoderarse de su mente.
Una mañana en que Olga se quedó dormida, Irene le preparó el café y se lo llevó al dormitorio.
Empezó a levantarse primero y logró convertir en ritual cotidiano el tierno gesto de despertarla con una taza de café. Fue como volver al pasado....
Empezó a llamarla Claudia, sin darse cuenta, y a controlar sus llegadas.
Si Olga volvía tarde, la encontraba despierta, sentada en el living. Fingía leer, pero era evidente que había estado esperándola, con la mirada fija en las manecillas del reloj.
La joven empezó a sentirse incómoda y fastidiada, al notar clavados en ella esos ojos sombríos, llenos de una tristeza inexplicable.
  Decidió irse.
El pretexto fue que arrendaría un departamento, a medias con una compañera.
Irene no dijo nada, pero Olga se sorprendió al notar en su cara una fugaz expresión de alivio.
¡Y ella, que se había preocupado pensando que tal vez al irse le causaría una pena!
Se sintió herida y no pudo evitar preguntarle con tono de reproche:
-¿Se alegra entonces de que me vaya?
-¡Por supuesto que no!- exclamó Irene- Pero es posible que mi hija regrese y debo tener desocupado el dormitorio.
Al día siguiente, volvió a poner el aviso.
Después fue al closet a buscar los juguetes que había guardado y los puso de nuevo sobre la cama.
-¡Ahora sí que vendrá Claudia! ¡Estoy segura!
Los ojos de cristal del osito resplandecieron con el antiguo brillo y la muñeca rubia de sonrisa boba pareció cobrar vida un instante, para repetir como un eco:
-¡Estoy segura!.

1 comentario:

  1. Un comienzo sombrío y triste. Se debe estar muy harto de soledad para desear la compañía de cualquier extraño.
    Sólo una persona solitaria es capaz de estar atenta, como Irene, a todos esos ruidos que hace una persona en casa. Pero claro, seguramente es porque en su mente sólo estaba la desaparecida Claudia.
    Es tierna (aunque dolorosa) esa obsesión de Irene por Claudia, pensando que tras el paso de Olga, ella volverá. Seguramente también se dio cuenta que nadie podría sustituirla, pese a su soledad.
    ¡Ay, qué pena!
    Un cuento con emoción, Lillian, muy bien.
    Buena semana!!
    José

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