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jueves, 4 de agosto de 2011

ELIZABETH.

Después de casarnos, Julio y yo nos fuimos a vivir a una enorme mansión en el Barrio República. La había heredado de sus padres y para él no existía otra opción. La verdad es que ni siquiera me consultó. Imponía la autoridad que le daban sus quince años por sobre los míos, y me trataba como a una niñita algo inútil pero muy querida.
La casa era hermosa aunque aterradora en su tamaño y él de inmediato dijo, mirándome con una mezcla de ternura y de lástima:
-No serás capaz de llevarla tú sola.
Así es que llamó a una agencia y días después fuimos a una población de los suburbios a recoger a Elizabeth.
Ella apareció en la puerta cargando una vieja maleta y se despidió con un abrazo de su abuelita. Era flaca y esmirriada y parecía que todos los nutrientes que absorbía su  cuerpo los destinaba a mantener una larga cabellera rubia que le caía por la espalda.
Era muy joven. Tenía unos pocos años menos que yo y me simpatizó de inmediato.
Me entristeció que llegara a vivir a una casa extraña, tan grande y tan inhóspita. Creo que le atribuía a ella mi propia nostalgia del hogar paterno.
Le entregué una radio y en sus horas libres se iba a su pieza a escuchar música y a cepillar los largos cabellos dorados, que eran su única belleza.
¿Qué pensaría? ¿Qué sentiría?
Hacía su trabajo en silencio y con dedicación. Se le iba la mañana entera en hacer el aseo de la enorme casa, mientras yo preparaba las comidas según un recetario de mi mamá.
Cuando  llegó la Primavera le empecé a dar permiso para que saliera en las tardes, con la única condición de que volviera antes que Julio, para que él no se enterara. Mi "blandura de corazón", "mi incapacidad de tratar a la servidumbre", como había expresado anteriormente, lo harían enojarse  y menospreciarme una vez más.
Elizabeth era tímida y reservada. Sólo una vez cuando la interrogué al verla triste me contó que la humilde casa en la que vivía con su abuela la habían obtenido con un subsidio y ahora tenían dificultades para pagar los dividendos.
-Estamos atrasadas en varios meses-me dijo con preocupación.
De inmediato le pedí a Julio que le subiera el sueldo, pero él se negó.
-No-me dijo autoritario-su sueldo es el que rige en el mercado laboral y además lleva pocos meses aquí y no amerita un aumento. Sus problemas personales no son de tu incumbencia.
Cuando cumplimos un año de casados, Julio me regaló un anillo de brillantes. Era hermoso, deslumbrador,  y por lo mismo sólo me lo ponía en ocasiones especiales.
Un día que entré a mi dormitorio mientras Elizabeth hacía el aseo, la ví parada frente a mi cómoda, admirando el anillo. Brillaba en su mano como una estrella aprisionada en un pedazo de hielo.
Al escucharme entrar, lo puso rápidamente en el cofre y enrojeció, mirándome con temor.
-Es lindo ¿verdad, Elizabeth?-le dije tratando de tranquilizarla, pero ella enmudeció y continuó limpiando con  la cabeza baja.
Pocos días después fuimos al  matrimonio de mi prima Elsa y naturalmente, me puse el anillo
A la mañana siguiente había desaparecido.
Desesperada, lo busqué bajo los muebles y en los lugares más inverosímiles. Creía estar segura de haberlo guardado en el cofre la noche pasada, antes de irme a dormir.
Mi sospecha inmediata recayó sobre Elizabeth. Recordé el pago atrasado de los dividendos y su actitud esa  mañana en que la sorprendí mirando el anillo en mi dormitorio.
El corazón me dolía de angustia. Pensé ocultarle a Julio la pérdida, pero comprendí que sería imposible.
Elizabeth fue despedida y salió de la casa llorando.
-¡Yo no lo tomé, señora!-repetía entre sollozos.
Al menos logré que Julio no llamara a Investigaciones.
Mi propio llanto lo conmovió y lo hizo desistir.
Ví a Elizabeth atravesar la puerta, aferrada a su humilde maleta. Los sollozos la estremecían y su pequeña figura, encorvada y frágil, se perdió calle abajo. Un rayo de sol refulgía en su cabellera rubia.
"Alicia en el País de las Pesadillas", y sin posibilidades de despertar.
Pasaron cinco años.
Un día se me ocurrió ir a la bodega a buscar unos libros que había traído del hogar paterno. Me tropecé con el baúl donde guardaba la ropa pasada de moda. Me puse a revolverla y al fondo encontré el vestido que había usado para el matrimonio de mi prima. A su lado estaban los guantes que no había vuelto a usar porque me quedaban estrechos. Maquinalmente me los puse y noté algo duro en el interior de uno de los dedos. Con estupor ví que era el anillo.
Seguramente esa noche llegué cansada, tiré de los guantes con dificultad y al sacármelos, dentro quedó el anillo sin que me diera cuenta. Luego me fuí a dormir y al otro día desperté con la convicción de haberlo guardado en el cofre.
Cinco años había permanecido ahí, silencioso verdugo de una niña inocente.
Desesperada, tomé el auto y partí a los suburbios. Me acordaba del conjunto habitacional y de la casa de Elizabeth, que quedaba al frente de una plaza de juegos.
Toqué el timbre y me abrió una mujer extraña:
-No, no la conozco-dijo y cerró la puerta con fastidio.
En la casa vecina había una señora regando su pequeño jardín. Me acerqué a ella y le pregunté si se acordaba de Elizabeth.
-Por supuesto-dijo-pero ya no vive aquí. Esa era su casa ¿ve? Pero se las quitaron  por no pagar los dividendos. Elizabeth perdió el   empleo, no le dieron recomendaciones y no pudo hallar otro trabajo. ¡Qué lástima! Eran tan buenas personas. . .
-¿Y Ud. no sabe a dónde se fueron?
-Al Sur, creo, a vivir de allegadas en la casa de unos parientes. Me pregunto qué  habrá sido de ellas. . . .
Me alejé destrozada por la pena y los remordimientos.
Y el anillo de brillantes nunca lo he vuelto a usar.

2 comentarios:

  1. Lillian, otra buena historia, me ha gustado. Pero acostumbrado al cine "made in Hollywood" se me hizo triste el final. ¡Pobre Elizabeth...! Nada, que me meto en la historia y sufro por los personajes.
    Buen trabajo.
    Que tengas un feliz fin de semana.

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  2. Conmovedor, muy logrado. Me hizo recordar el cuento "El collar" de Guy de Maupassan porque en ese cuento también la pérdida de una joya contribuye a la ruina de una persona inocente. Puedo decirte, sin temor a parecer muy sentimental, que este cuento me arrancó lágrimas.

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