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domingo, 28 de agosto de 2011

EL ARBOL DE CLARA.

Soy un árbol y tengo muchas historias que contar.
De una varita delgada que plantaron hace casi cien años en una plaza, me transformé en un tronco grueso con una copa frondosa que ha cobijado muchos nidos y afrontado muchos Inviernos.
Me gustan los niños y nunca puse inconvenientes en que treparan por mis ramas. Las niñitas, más delicadas, hacían rondas alrededor de mi tronco y cantaban ingenuas canciones.
En el Otoño, no podía evitar que se cayeran mis hojas. Luchaba por  retenerlas, pero siempre el viento me ganaba la batalla. Jugaba a encumbrarlas como si fueran volantines amarillos y luego las dejaba caer a mis pies formando una alfombra dorada. ¡Cómo le deleitaba a las niñas hacerlas crujir bajo sus zapatitos!
Entre ellas, había una que me gustaba más que todas. Se llamaba Clara. Tenía pecas en la nariz y se peinaba con el pelo sujeto en dos chapes castaños. La vi crecer jugando bajo mi sombra.
Un día, el alcalde mandó colocar un banco junto a mi tronco y de inmediato se convirtió en el sitio predilecto de los enamorados.
Una tarde, llegó ella de la mano de un joven. El sacó un cortaplumas y dibujó un corazón sobre mi corteza. En su interior puso dos nombres:Clara y José. Ella sonreía feliz y cuando él le dio un beso, su cara resplandeció como la luz de una bujía en la penumbra del anochecer.
Tiempo después, la vi llegar sola.
Era Invierno y no había nadie en la plaza. Mis ramas estaban desnudas y mi tronco cubierto de escarcha. Clara se abrazó a mí y apoyó su mejilla sobre el corazón tallado. Lloró largo rato y sus lágrimas ardientes parecieron traspasar mi corteza y unirse al fluir de mi savia.
Pasó un largo tiempo antes de que volviera. Se había transformado en una hermosa mujer. Ahora el pelo le caía en torno al rostro en una suave melena.
Traía libros y cuadernos y se sentó en el banco a estudiar. Con disimulo miré lo que leía y comprendí que se preparaba para ser maestra.
Luego empezó a llegar con un compañero. Muchas veces el estudio era interrumpido por las confidencias que ambos se hacían sobre sus vidas. El le hablaba de Talca, su ciudad natal y ella le contaba anécdotas de ese barrio que la había visto crecer.
Los años pasaron, ambos se titularon y un día, bajo mis ramas, él le declaró su amor y le pidió matrimonio. Clara lo aceptó con una dulce sonrisa, pero dirigió una mirada fugaz al corazón grabado en mi corteza y sus ojos se nublaron de lágrimas. ¿Acaso aún no olvidaba a José?
Había sido su primer amor y he comprobado que los humanos tienen por costumbre aferrarse a la nostalgia.
Era evidente que se habían casado aquella tarde en que llegaron empujando un cochecito. Se veían tan contentos, tan llenos de amor. Era Primavera y en mis ramas había muchos nidos. La brisa agitaba mis hojas nuevas y el impulso de la savia hacía vibrar todo mi ser.
Cuatro años después volvió Clara. Traía de la mano a su hijito, que arrastraba un camión de madera. El niño se arrodilló a jugar, cargándolo con guijarros mientras ella leía, sentada en el banco. Ya no llevaba la argolla en su mano y la melancolía de sus ojos me hizo saber que de nuevo estaba sola.
Con el tiempo, era su hijo el que ahora trepaba por mis ramas en compañía de otros niños. Clara venía aveces a sentarse en el banco, siempre sola, siempre triste, acumulando escarcha plateada sobre ese pelo que un día fuera castaño, peinado en dos chapes.
Una tarde ¡qué sorpresa! llegó su hijo, ya un adolecente. Clara le había puesto de nombre José, en recuerdo del que tanto amara. Venía de la mano de una niña rubia.
Se sentaron en el banco y él la abrazó y la besó con pasión.  ¡No cabía duda de que los tiempos habían cambiado! Pero el Amor seguía siendo el mismo.
Porque José también sacó un cortaplumas de su bolsillo. Primero raspó el trozo de mi corteza donde aún se distinguía  casi borrado aquel corazón grabado hacía treinta años. Le pareció algo anacrónico, una interferencia con los sentimientos que lo embargaban. Luego talló un nuevo corazón y escribió adentro sus iniciales.
Una tarde de Otoño vino Clara a sentarse a leer en el banco.
Como siempre, levantó la vista hasta mi tronco y vio que aquel corazón de antaño había sido borrado y reemplazado por uno nuevo. No adivinó que era su hijo quién lo había tallado. .
La tristeza se abatió sobre ella y la agobió bajo el peso de la añoranza. Gruesas lágrimas corrieron por sus mejillas.
Yo quise consolarla, no supe qué hacer y al final solté la mas hermosa de mis hojas doradas que voló dulcemente y fue a posarse sobre las páginas de su libro.

1 comentario:

  1. Excelente. Me encantó este cuento. Es un poema al romanticismo y a los sentimientos más elevados. Merece ser parte de una antología.

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