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domingo, 29 de noviembre de 2020

ELIZABETH.

Cuando Hugo y yo nos casamos, nos fuimos a vivir a una enorme casa en el barrio República. La había heredado de sus padres y por  motivos económicos, era nuestra única opción.

La casa era bonita, pero aterradora por su tamaño y mi marido de inmediato  me dijo, mirándome con la ternura  con que se mira a una niñita inútil:

-No serás capáz de llevarla sola.

Así es que llamamos a una Agencia de Empleos y días después fuimos a una población de los suburbios, a recoger a Elizabeth.

Apareció en la puerta de su casa, cargando una vieja maleta y se despidió con un abrazo de  mamá. Era muy flaca y a mí se me ocurrió que seguramente  todo lo que comía lo destinaba a alimentar una larga melena rubia que le colgaba por la espalda.

Era tan joven como yo y me simpatizó de inmediato. Me dio pena que llegara a vivir a una casa tan grande y tan inhóspita...¿ Echaría de menos también a su familia?

Le regalé una radio que yo tenía y ella, al terminar su trabajo, pasaba las tardes en su cuarto, escuchando música y cepillando sus largos cabellos, que eran el único adorno de su carita fea.

Hacía el trabajo a conciencia y se le iba toda la mañana en asear la enorme casa. Mientras, yo preparaba el almuerzo ayudada por un libro de recetas que me había dado mi mamá.

Elizabeth era reservada y tímida, así es que hablaba muy poco. Pero una vez que la interrogué al notarla preocupada, me contó que ella y su mamá estaban atrasadas en el pago de los dividendos de su casa y que eso la  angustiaba mucho.

De inmediato le pedí a Hugo que le aumentara el sueldo, pero se negó.

-Lo que le pagamos es lo justo- me respondió con firmeza- Y sus problemas personales no son de tu incumbencia.

Cuando cumplimos un año de casados, Hugo me regaló un precioso anillo de oro con una perla. Era muy lujoso y solo me lo ponía en ocasiones especiales.

Un día, al entrar a mi dormitorio, sorprendí a Elizabeth contemplándolo. Se lo había puesto y, alzando su mano, jugaba con los reflejos que la perla emitía bajo la luz.

Al verme entrar, se lo sacó rápidamente y lo guardó en el alhajero.

-No te preocupes, Elizabeth- le dije, para tranquilizarla- No me importa que te lo hayas probado.  Es lindo ¿ verdad?

Pero ella se puso roja de verguenza y salió de la habitación sin responderme.

Poco tiempo después, me puse el anillo para ir al matrimonio de una prima. 

Al día siguiente, había desaparecido.

Desesperada, lo busqué bajo los muebles y en los lugares más inverosímiles. Estaba segura de que lo había guardado  al volver de la fiesta. Mis sospechas cayeron de inmediato sobre Elizabeth. Me acordé de la deuda que tenía por la casa y también rememoré ese día en que la había visto probándose el anillo en mi habitación.

El corazón me dolía de angustia. Pensé ocultarle a Hugo la pérdida, pero entendí que sería imposible.

Apenas lo supo, se enfureció y despidió a Elizabeth.

Ella repetía entre sollozos que no lo había tomado.  Al verla así, me puse a llorar yo también y con mi desesperación  logré, por lo menos, que Hugo no llamara a Investigaciones.

Ví a Elizabeth salir, aferrada a su vieja maleta. Los sollozos estremecían su cuerpo delgado y los últimos rayos del atardecer arrancaban destellos en su pelo rubio. 

-Pobre Alicia en el País de las pesadillas- pensé compadecida.

Pasaron cinco años.

Un día en que fui a la bodega en busca de unos libros, tropecé con el baúl en que gardaba mi ropa en desuso. Me puse a escarbar en él y encontré el vestido que me había puesto para el matrimonio de mi prima. Junto a él estaba los guantes largos que usara en esa ocasión.

Quise ponérmelos y distinguí algo duro en el interior de uno de los dedos. ¡ Era el anillo!

Seguro que esa noche me había sacado el guante a tirones y el anillo quedó allí, sin que me diera cuenta. Me fui a dormir, segura de haberlo guardado en el cofre.

Desesperada, tomé el auto y partí a los suburbios, donde vivía Elizabeth. Me acordaba de su casa, que quedaba frente a una plaza de juegos infantiles.

Toqué el timbre y me abrió una mujer extraña.

- No vive aquí- me dijo hosca y me cerró la puerta en la cara.

Una vecina que regaba su pequeño jardín, se acercó a informarme.

-Sí, esa era la casa donde ella vivía con su mamá. Pero, se las quitaron por no pagar los dividendos. Elizabeth había perdido el empleo y como no le dieron recomendaciones, no pudo encontrar otro trabajo.

-¿ Y no sabe donde se fueron?  

-Al Sur, creo. Iban a vivir de allegadas en casa de unos parientes...Pero, no dejaron dirección.

Me alejé de ahí, destrozada por la pena y los remordimientos.

Y el anillo con la perla, nunca me lo volví a poner.




4 comentarios:

  1. Triste relato, más triste aún cometer involuntariamente una injusticia y peor no poder ya repararla.

    Muy bien escrito, Lillian. Abrazo grande.

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  2. Nice post i like it .. you are a good writer

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  3. Tus relatos son fantásticos,tienes mucha imaginación y ellos haacem que sean mas atractivos

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  4. Así sucede...
    bien fácil es juzgar ,sin contemplación...

    Al menos ella tiene conciencia ...

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