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domingo, 25 de octubre de 2020

PABLO Y SOFIA.

Pablo y Sofía habían estado casados durante diez años, pero se querían igual que el primer día.

En el pueblo los veían pasar tomados de la mano  y riendo felices y no faltaban los envidiosos que se resentían de su amor. Se les hacía poco el amor que les había tocado a ellos y lo notaban desabrido.  Bien dicen que las más lindas flores son las que están en el jardín ajeno....

Ni falsos rumores ni comentarios aviesos pudieron separarlos. Solo la Muerte, que entró un día a su casa y se sentó a los pies de su cama a esperar.

No tenía apuro.

Sofía empezó a sentir a ratos un agudo dolor en un costado.  Se le doblaban las piernas y gemía sin voz, escondida tras de la puerta, para que Pablo no se preocupara.

Cuando al fin decidió ir al médico, este movió la cabeza apesadumbrado:

-¿ Por qué no vino antes?- le reprochó.  Y eso fue todo.

Una noche, la Muerte, siempre vigilante, alargó su mano descarnada y tomó la de Sofía.

Esta se incorporó en la cama, sin suspirar siquiera para no despertarlo a él y la siguió docilmente.

Desde entonces, Pablo iba todas las tardes al cementerio. Se sentaba al borde de su tumba y le hablaba durante horas.

 Parecía que ella le contestaba, porque salía de ahí más sereno y con una luz de consuelo en el fondo de los ojos.

Hasta que de a poco Pablo fue dejando de ir.

Primero faltó un día, luego dos, después una semana entera.

Con el tiempo, solo iba una vez al mes a dejar unas flores sobre la tumba de Sofía. No se quedaba mucho rato, siempre callado, como si el torrente de palabras de amor que lo ahogaba al principio, se hubiera secado en su corazón.

La gente del pueblo se alegró al verlo curado de su absesión. Y los que habían envidiado aquel amor, sonrieron irónicos. " Nada es eterno"- comentaron y se sintieron más conformes con lo que les había tocado a ellos. Había sido tan odioso tener que comparar...

Pero Sofía lo echaba de menos.

Los días se le hacían eternos y aunque por las noches escuchaba conversar a los otros muertos, ella permanecía en silencio. Había una sola voz en el mundo que quería escuchar y esa voz parecía haber enmudecido para ella.

La soledad crecía sobre su pecho como una hiedra oscura cuyas raíces oprimían su corazón.

¿ Por qué no viene?  ¿ Estará enfermo?

Al menos sabía que no había muerto, porque lo habría visto llegar...

Una noche, atormentada por la incertidumbre, no pudo más y salió a buscarlo.

Se sentía liviana y le parecía que el viento de la noche la trasportaba en sus brazos. Así fue como sin darse cuenta se encontró frente a la casa donde había vivido con su amado durante esos diez años de felicidad.

Había una ventana iluminada, era la del comedor. Sentado a la mesa vio a Pablo y frente a ella, mirándolo, creyó verse a sí misma.

-¿ Entonces no he muerto?- se preguntó esperanzada.

Pero no era ella sino otra. Se le parecía tanto que creyó estar mirándose en un espejo empañado.

Pablo había encontrado un nuevo amor, pero había elegido a alguien semejante a Sofía, al extremo de que  podrían  haberlas tomado por hermanas.

Ella permaneció inmóvil tras los vidrios de la ventana. Ya no sentía dolor. Veía que Pablo era de nuevo feliz y comprendía que en cierta forma, la seguía amando.

Su desasosiego dio paso a una dulce quietud y se alejó de ahí, esta vez para siempre.

Aceptó sin amargura la certeza de que los muertos no tiene cabida en el mundo de los vivos. Y que a ella solo le quedaba el recuerdo de aquel amor, como una canción de cuna que arrullaría su sueño bajo la tierra.





2 comentarios:

  1. Me encantó y conmovió, Lillian. Un relato diferente.

    Abrazos y más abrazos.

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  2. Sucede estimada que ellos cuando descansan en paz y sobretodo en los campos del amor divino , solo quieren ese amor , lo mejor y sagrado y para los que se ama encuentren la alegría única de vivir la vida con paz.

    Muy bello relato.

    Un abrazo grande.

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