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lunes, 24 de febrero de 2014

EL EXTRANJERO.

La primera vez que lo vio fue un atardecer, cuando había salido a caminar solo por el campo.
El sol se perdía tras las colinas tiñendo las nubes de rosado y púrpura. Largo rato permaneció el cielo iluminado con una tonalidad perlescente, mientras las sombras de la noche parecían brotar desde la tierra.
Alberto pensó que era un error decir que "la noche caía" porque la verdad era que se alzaba desde los campos, hasta alcanzar el primer fulgor de las estrellas.
De pronto, en un recodo del camino surgió frente a él la figura de un hombre.
Venía a su encuentro y al tenerlo más cerca, vio que se trataba de un joven, con el rostro enmarcado por un largo cabello oscuro. Alberto notó que lo miraba con fijeza, aún cuando su facciones permanecían inexpresivas.
Por un momento pensó que el extraño iba a dirigirle la palabra, pero se limitó a sonreír levemente y a saludarlo con una inclinación de su cabeza.
Estaba seguro de que nunca antes lo había visto por esos contornos y se le ocurrió, no sabía porqué, que se trataba de un extranjero.
Alberto se encontraba pasando sus vacaciones en un pueblo agreste que se erigía cercano al mar.
Frecuentemente salía a navegar en una pequeña barca que le facilitaban los pescadores. Le gustaba disfrutar de su soledad, acompañando sus reflexiones con el rumor de las olas y el grito de las gaviotas.
Días después de su primer encuentro con el extraño, cuando ya no lo recordaba, vio venir hacia él otro bote. En la proa distinguió su figura inconfundible.
Su pelo oscuro flotaba en la brisa del mar y su rostro pálido permanecía impasible. Pero sus ojos se fijaban en Alberto, con la misma intensidad de la primera vez.
Las dos embarcaciones se cruzaron y Alberto pensó que esta vez el extranjero le hablaría. Sus labios se entreabrieron como para decirle algo, pero el oleaje los separó y arrastró los botes en direcciones opuestas.
 Esta vez sintió que lo invadía una extraña sensación, mezcla de temor y de melancolía. Le pareció que la presencia del hombre constituía una oscura amenaza. Y un presentimiento de futuras desgracias oprimió su corazón.
Trató de tranquilizarse a sí mismo, diciéndose que era solo un turista que viajaba por la región, pero sentía que no era casualidad que se hubieran cruzado dos veces en lugares tan distintos y que ese extranjero, en alguna forma, parecía estar ligado a su vida.
Al cabo de unos días olvidó la ominosa premonición, porque terminaron sus vacaciones y volvió a la capital, para retomar su trabajo.
Supo que tenía que viajar a un país europeo, lo cual era más o menos rutinario en su profesión de periodista.
El avión ya iba a partir, cuando el piloto avisó por los altavoces que esperaban a un pasajero rezagado. Casi de inmediato lo vieron subir, musitando una disculpa.
Alberto, desde su asiento al final del pasillo, lo miró aterrado. Era el mismo joven misterioso con quién se había cruzado dos veces.
Nadie más se fijó en su presencia. El avión aumentó su velocidad y ganó altura, situándose sobre las nubes.
Cayó la noche mientras viajaban. Las luces de la cabina se bajaron al mínimo y muchos pasajeros se acomodaron para dormir.
Alberto permanecía despierto. Una angustia desconocida lo embargaba. Se sentía infinitamente solo en medio de la noche y creía ser el único testigo de una sentencia inexorable de Dios que estaba por cumplirse.
Vio al desconocido levantarse de su asiento. Le pareció que tenía una visión, producto de su agobio. Pero no, estaba seguro de que el aspecto del joven había cambiado. Se veía más alto, casi majestuoso en su traje oscuro y una pálida luz parecía envolverlo como un manto espectral.
Llevaba en su mano una copa dorada. Alberto lo vio hundir sus dedos en ella y sacarlos impregnados de ceniza. Con ese polvo gris fue trazando una cruz en la frente de los pasajeros dormidos.
Al llegar junto a él, lo miró con gesto grave.
-¿Tú no duermes, Alberto?
 Entonces él terminó por entender la terrible verdad que presentía.
Al verlo palidecer, el joven le preguntó:
-Ya sabes quién soy ¿verdad?
Extendió su mano y trazó una cruz de ceniza sobre la frente de Alberto.
-¡ Te lo ruego...!- susurró él, con voz quebrada por un sollozo-  No es justo. ¡Somos tan jóvenes!
-Ni la justicia ni la piedad son atributos de mi oficio- respondió el ángel- Yo sólo cumplo los destinos ya trazados.
Alberto cerró los ojos para no seguir contemplando su rostro implacable.
Segundos después, el avión se precipitó al mar.


2 comentarios:

  1. Hay cosas que uno no debería saber nunca,,,menos tener ojos para eso
    pero sucede que pasa y no es solo un cuento...
    esa es una virtud que poquísimos desarrollan
    tener conciencia d e cuando te vas ...en este caso fue muy terrible...
    nadie puede sentir una cosa distinta supongo en esos trances...excepto quizás...
    los que han sufrido tanto que solo quieren descansar...

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