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miércoles, 21 de agosto de 2013

VOCACIONES.

Empezaba mi segundo semestre de Leyes, cuando me vino una feroz depresión.
Me había dado cuanta que no era eso lo que quería estudiar y que me había dejado influir por mi papá, que lideraba un Estudio de Abogados.
Me amanecía estudiando Derecho Romano y al otro día descubría que se me había olvidado todo.
Empecé a sentirme cansada y desorientada. No quería estudiar Derecho, pero tampoco podía descubrir cuál era mi vocación.
Cuando empecé a dormir mal, decidí consultar a un psicoanalista.
Y así fue como una tarde me vi sentada frente a un hombre flaco, con lentes de marco de carey y cara de escepticismo.
La verdad era que se veía demasiado joven como para tener experiencia. Seguro que acababa de recibirse y era yo su primer paciente.
Nos observamos con desconfianza durante unos minutos.
Yo pensé que él iba a hablar primero y al parecer, él pensó que sería yo la que lo haría. Así es que nos quedamos en silencio durante un rato.
Cuando lo vi echar una mirada furtiva a su reloj, decidí salir de mi mutismo y empecé a contarle de mi fracaso en los estudios y de mi falta de vocación.
Descubrí que necesitaba desahogarme y me encontré vomitando mi frustración, mientras mis mejillas ardían por la violencia de la catarsis.
El me contemplaba impávido, tomando de vez en cuando algunas notas.
Me citó para la semana siguiente.
Al salir, todavía conmocionada, fui traída bruscamente a la realidad por la voz de la secretaria:
-Son cincuenta mil pesos, señorita.
¡Menos mal que los éxitos profesionales de mi papá podían costear semejantes aranceles!
Asistí a la consulta durante varias semanas. Y a medida que yo iba aclarando mis ideas y sintiéndome más serena,  notaba que el doctor se iba poniendo cada vez más distraído.
En la última sesión, lo vi seguir con atención el vuelo de una mosca. Se notaba que luchaba por mantenerse atento a mis palabras, pero sus ojos, aprisionados tras los gruesos lentes, se le escapaban a vagar por el cielo raso.
De pronto, lo vi taparse la cara con las manos y emitir un gemido.
-¡Doctor, no se aflija!  Si ya estoy bien...-exclamé, ingenuamente
-¡No! Si soy yo... ¡Soy yo!
 Lanzó lejos los lentes y se enjugó los ojos con un pañuelo.
Sollozó unos minutos y luego me dijo con voz quebrada:
-¡No tengo vocación para esto!  En realidad, yo quería ser artista, pero estudié medicina por darle en el gusto a mi papá...
-Pero, a mí me ha ayudado mucho...- le respondí, más que todo para darle ánimo.
-¡Es que usted no comprende!  Siento que me debato entre tinieblas. Ya no duermo y en el día me acosan ideas suicidas...Me receté unos ansiolíticos, pero parece que no dí en el clavo...
-Hable, doctor. ¡Desahóguese!- le insinué, sacando un lápiz y una libreta de mi cartera.
Durante una hora, me habló de su infancia, de su secreta vocación artística, ahogada por las presiones familiares... ¡Sentía que esta profesión abrumadora le estaba devorando la vida!
Al final, se calmó y me miró turbado, como si despertara de un transe.
-¡No sabe cuánto bien me ha hecho contarle mis problemas!
-Sí, Doctor. Pero ya se acabó el tiempo. Son cincuenta mil pesos.

3 comentarios:

  1. Vaya
    me pareció tragicómico este relato
    pero que bien, ya creo que esto es pura verdad
    muchos andan por la vida haciendo lo que otros le impusieron
    claro algunos no tuvieron mas remedio que tomarlo
    pero si otros tuvieron la opción d e salirse de eso a tiempo...
    Aunque en estos dias amiga a los jóvenes es como muy difícil que los padres les impongan lo que quieran que estudien , ellos mismos se equivocan y mas d e las veces están años deambulando d e una carrera a otra...
    saludos!

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  2. Hola Lilly.
    Vaya que prefiero desahogarme escribiendo mi dolor y sentimientos en poemas, así quedan al aire y en secreto a la vez y más barato, perece que los dos encontraron remedio.
    Interesante relato.
    Un abrazo.
    Ambar

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