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lunes, 19 de agosto de 2013

UN RAYO DE LUZ.

Era media tarde y empezó a llover con fuerza.
Los transeúntes corrieron a refugiarse de aquella lluvia inesperada. En la mañana, ninguno de ellos había salido de su casa con paraguas, porque a esa hora brillaba el sol.
En pocos minutos, las calles quedaron semi desiertas y empezaron a formarse charcos junto a las alcantarillas tapadas con las hojas del Otoño.
Juan no encontró mejor amparo que el de una iglesia que se encontraba abierta.
No había nadie allí y sus pasos resonaron insolentes, despertando ecos en las baldosas.
Avergonzado, caminó en puntillas para no turbar ese silencio de recogimiento.
Buscó un banco en las sombras y se sentó a descansar.
Juan no tenía fe. Hacía mucho tiempo que había dejado de creer y ese ambiente místico no significaba nada para él.
Sólo quería quedarse ahí, esperando que amainara la lluvia.
Cerró los ojos y creyó haberse dormido, porque lo sobresaltaron unas pisadas leves que atravesaban el pasillo.
Era una joven, casi una niña.
La vio dirigirse a una imagen de Cristo crucificado y arrodillarse a sus pies.
Era evidente que no había visto a Juan, que permanecía oculto en la penumbra. Creyéndose sola, empezó a hablar en voz alta:
-¡Querido Jesús!- decía, con la voz quebrada por la congoja- ¡No sé qué hacer! Dame una respuesta para esta duda que me atormenta. Sabes que he hecho todo lo que he podido, pero esto me supera y te necesito. ¡No me dejes caer!
Se quedó en silencio, con la mirada fija en el rostro de la imagen y parecía que escuchaba.
Juan la miraba conmovido.
Veía su cuello frágil, sus hombros sacudidos por un temblor de angustia. Pero había en su cara una confianza, una entrega que sólo podían ser producto de la fe.
Permaneció con las manos cruzadas sobre el pecho y a Juan le resultaba evidente que esperaba una respuesta. 
Entonces ocurrió algo insólito.
Un rayo de luz se filtró por los vitrales, adquiriendo al pasar a través de ellos, colores maravillosos.
Cayó sobre el rostro de Jesús y el resplandor permaneció concentrado allí por unos instantes.
Luego, fue creciendo hasta convertirse en una nube dorada que envolvió por completo la imagen y a la niña que rezaba a sus pies.
Ella levantó la vista y sonrió a través de sus lágrimas.
Permaneció envuelta en ese resplandor, mirando a Jesús con arrobamiento.
-¡Gracias, querido Jesús!- exclamó luego- ¡Ahora sé lo que tengo qué hacer!
Y salió de la iglesia, con paso seguro.
Juan estaba impresionado.
Se preguntaba si era cierto lo que había visto o si había sido un sueño. ¡Seguro que sí!  Estaba tan cansado que se había quedado dormido sentado en aquel banco...
Salió a la calle y vio que había dejado de llover. Girones de nubes deshechas se diluían en el cielo azul y la ciudad resplandecía de nuevo bajo la luz del sol.
-¡Eso fue lo que vi entonces!- se dijo Juan, con firmeza-¡Un rayo de sol que entró a través de los vitrales! ¿Qué otra cosa pudo ser sino eso?  Dejó de llover y salió el sol, mientras yo estaba adentro.
Y se alegró, convencido de haberle dado una explicación lógica a lo que, por un instante, le había parecido un prodigio.
Pero, algo había cambiado en su interior. Sentía que su escepticismo se tambaleaba, como si le hubiera quitado la base sobre la cual se afianzaba.
Y aunque seguía con su cantinela de: "No creo en nada que no pueda ser probado por la Ciencia", se sentía más liviano y contento, como si algo nuevo hubiera empezado a germinar en su corazón.

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