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lunes, 12 de agosto de 2013

LA FUGA DE LA GIOCONDA.

Una mañana, el guardia nocturno de una de las galerías del Louvre, se detuvo atónito.
No daba crédito a sus ojos.
La Gioconda había desaparecido.
No era que faltara el cuadro, tras la protección del vidrio. No, continuaba donde mismo, pero vacío.
Es decir, la tela estaba ahí, con sus colinas cubiertas de bosques y su atmósfera difuminada. Todo lo que había servido de fondo a la figura de La Gioconda, permanecía inalterable.
¡Era ella!  ¡Ella, la sublime, quién había desaparecido sin que nadie pudiera explicarse cómo...!
La noticia recorrió el mundo entero.
Miles de personas se agolparon, consternadas, frente a las puertas del Museo.
Todos permanecían mudos, como aturdidos. Algunos lloraban en silencio.
Alguien murmuró, débilmente:
-¿Qué vamos a hacer?  ¿Cómo vamos a vivir, de ahora en adelante, sin la sonrisa de La Gioconda?
Y los que hasta ese minuto habían llorado sin voz, lanzaron un gemido.
Pero, mientras ¿donde estaba ella?
Agobiada por la nostalgia, había partido en busca de su creador, Leonardo.
Recorrió Paris, porque esa era la última ciudad en la cual habían estado juntos.
¡La encontró tan cambiada!
Se sintió aturdida por las luces y los ruidos.
Aterrada, vio pasar enormes máquinas que recorrían las calles, rugiendo y haciendo sonar bocinas estridentes.
Se vio perdida en barrios que no conocía. Empujada y zarandeada por la muchedumbre que corría, ávida de alcanzar algún bien del que parecía depender su vida.
Nadie la miraba ni se detenía a preguntarle si estaba perdida.
Caía la noche y tuvo miedo.
-¡Leonardo!  ¿Dónde estás?- susurró, bajito.  Y cubriéndose el rostro con las manos, se puso a llorar.
Siguió caminando sin ver, enceguecida por la pena y de pronto, chocó con alguien.
Por unos segundos, su frente reposó en el pecho de un hombre y escuchó latir su corazón con fuerza.
-¿Leonardo?- murmuró, esperanzada.
Alzó la vista y frente a ella vio a un joven que la miraba interrogante.
-¿Estás perdida?  ¿Buscas a alguien?
Las luces de un automóvil que pasaba iluminaron por un instante su rostro y él, asombrado, la reconoció.
-Pero ¿es posible?  ¿Eres tú?
Ella asintió en silencio, y al enfrentarse a esos ojos que la miraban como se miraría a Dios, si fuera posible verlo, conmovida, sonrió.
Y la maravillosa sonrisa, apenas esbozada, refulgió entre las sombras de la calle y lo hizo temblar.
-¡Gioconda!  ¿Qué haces aquí?  ¿Por qué te escapaste?
-Vine a buscar a Leonardo. No quiero seguir viviendo sin él.
-Pero, si murió hace muchos siglos...¿Acaso no sabes...?
-¿Y cómo iba a saberlo yo?  ¿Yo, que he vivido prisionera en un cuadro, sonriendo sin descanso, mientras mi corazón sangraba?   Y dices que ha muerto...¿Qué va a ser de mí, ahora?
-Vente conmigo- le sugirió él- Ya es de noche y hace mucho frío.
Se quitó su chaqueta, algo raída, y se la puso sobre los hombros.
Hablándole dulcemente, la condujo a su casa, que era un humilde taller de pintor, con una cama estrecha, oculta tras un biombo.
Ella se durmió llorando y él la contempló toda la noche, embelesado.
Y, como estaba escrito que tenía que ser, se enamoró perdidamente.
Igual como le había pasado a Leonardo, que se había negado a terminar el cuadro, para no tener que entregarlo a quién se lo había encargado...
La Gioconda se quedó en el taller del joven y se acostumbró a sentarse a su lado, en silencio, mirándolo pintar.
Pero, se notaba triste.
Ya no sonreía y el mágico resplandor de su rostro se iba apagando, como la llama de una vela que se extingue.
Él le hablaba de su vida, le cantaba canciones, tratando de animarla, pero nada lograba sacarla de su abatimiento.
Una noche, con el propósito de distraerla, encendió el televisor.
¡Quiso apagarlo en seguida, pero, ya era tarde!
La imagen que había aparecido en la pantalla era la de una muchedumbre agolpada frente al Museo del Louvre.
-¡Aún se desconoce el paradero de La Gioconda!- decía el  locutor- La pintura más famosa del mundo, inspiración de generaciones de artistas, ha desaparecido sin dejar huella.
La Gioconda se estremeció y al ver que el joven insistía en apagar el aparato, lo detuvo con un gesto.
La cámara recorrió los pasillos del Louvre y se inmovilizó frente al lienzo que había contenido su retrato.
Ella volvió a ver los bosques sombríos, los caminos brumosos...Aquel paisaje inconcluso en que Leonardo la había situado.
Y comprendió que tenía que volver.
El joven no dijo nada, porque adivinó que ninguna súplica podría retenerla.
La Gioconda lo besó y se dirigió a la puerta. Antes de abrirla, se volvió a mirarlo por última vez y le regaló su sonrisa.
Esa sonrisa inquietante como el misterio del Amor e insondable como el enigma de la Muerte.
Después salió y se perdió entre las sombras.
A la mañana siguiente, el joven no necesitó mirar los titulares de los diarios ni sintonizar el  televisor, para saber donde estaba ella.
Pero, se consoló dando los últimos toques al cuadro que había empezado la noche que la llevó a su taller.
En él, aparecía La Gioconda, con los brazos cruzados sobre el pecho y su secreta sonrisa, jamás descifrada.
A su espalda, se veía la ciudad de Paris, llena de luces. Y  la Torre Eiffel, clavada en el cielo, como se clava una flecha en un corazón.




1 comentario:

  1. ¡Hola Lillian!
    ¡Vaya que la desaparición sólo de la protagonista, dejando el resto del cuadro, sería sin duda el misterio del año! Sólo podría explicarse de manera racional pensando que había sido sustituido por una copia.
    Interesante cuento sobre el cuadro de Leonardo, que siempre está de actualidad por una u otra razón.
    Tú los pones de pareja y se me ocurre que la protagonista, aunque ha de volver resignada al cuadro, podría ser feliz si los del museo la colocaran junto al autorretrato de su querido Leonardo, ¿no te parece?

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