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viernes, 14 de junio de 2013

ROSA.

Todos en la oficina la llamaban Rosita y se sentían inclinados a hacerle confidencias y a pedirle concejos.
Al parecer, creían que el exceso de kilos forzosamente equivalía a madurez y buen criterio.
A Rosa le cargaba el papel de concejera y paño de lágrimas.
Tenía solo treinta años, pero una chica de su sección, apenas siete u ocho años menor, había llegado a decirle:
-¡Ay, Rosita! A ti puedo contártelo, porque siempre has sido como una madre para mí.
Llegó a la conclusión de que su gordura la volvía confiable y acogedora.
  Ninguna mujer la miraba como posible rival en amores ni como competidora en asuntos laborales.
Ella era "Rosita la bien intencionada", la que no tenía vida propia ni otro destino que no fuera absorber como esponja los problemas de los demás.
Así es que un día, se decidió a adelgazar. Por eso y porque llevaba más de un año sin tener una cita.
La última había sido con Abelardo, un vendedor de la sección abarrotes.
Pero no había ido más allá de una salida al cine y una invitación a un café.
Tal vez fue culpa de Rosa, al pedir el suyo con crema.
Abelardo la miró pensativo mientras ella recogía la crema con la cuchara y la saboreaba con el deleite de un gato goloso.
Quizás sacó cuentas y llegó a la conclusión que no le convenía una mujer con tan buen apetito.
Rosa decidió bajar de peso a fuerza de voluntad.
Nada de dietas ni pastillas. Comer de todo, pero la mitad de lo que antes ingería. Ese era su proyecto.
Al principio, parecía no obtener resultados y caía en el desánimo.
Pero, al cabo de dos meses,  en el que pasó más hambre que un náufrago, notó que las faldas empezaban a quedarle sueltas.
Lo demás fue fácil.
Pronto dejó de desvelarse escuchando los gritos de protesta de su estómago vacío y la imagen que el espejo le devolvía la ayudaba a perseverar en sus propósitos.
Al principio, en la oficina creyeron que estaba enferma.
Luego, al notar sus mejillas sonrosadas y sus ojos brillantes, dejaron de hacer conjeturas.
Rosa, sencillamente había adelgazado y de gordita bonachona y servicial había pasado a ser una mujer atractiva  e interesante.
Como nunca se había inclinado a hacer confidencias, porque se suponía que su oficio espiritual era recibirlas de los otros, tenía un carácter reservado y sereno que mantenía las distancias.
El último llamado telefónico acongojado que recibió fue de la chica de veintidós años que la creía su madre.
-¡Sé que puedo confiar en ti, Rosita!  (¡Ah! ¿sí? )
-Tú nunca me fallarías ¿verdad?  ( ¡Ah! ¿no? )
Ni siquiera llegó a enterarse de cuál era el problema. Gentilmente se disculpó diciendo que estaba ocupada y cortó.
Rosita la maternal pasó a ser Rosa la sofisticada.
Elegante y misteriosa, con todo un mundo que ofrecer a quién quisiera trasponer el umbral de su corazón sin cerrojos.
En la sección cobranzas hubo cambios.
Trasladaron al jefe a otra sucursal y en su lugar llegó Héctor.
Bajito y con algo de sobrepeso. Inspiraba confianza y rebozaba calidez...
Pronto las chicas empezaron a mirarlo como a un tío y más de alguna le pidió concejo sobre un amorío en vías de extinción.
Pero Rosa, que no comulgaba con los estereotipos, lo miró dos veces y lo halló atractivo y varonil.
 Y como no llevaba ningún anillo que estableciera una barrera infranqueable, dejó que una secreta invitación se filtrara por entre sus pestañas.
Salieron a tomar café y esta vez, Rosa lo pidió negro y sin azúcar.
Porque así le gustaba ahora y porque pensó  que no apetecía más dulzura que la que Héctor  podría brindarle, con un pequeño esfuerzo que ella hiciera.

1 comentario:

  1. Muy buen ejemplo de voluntad, en ese proceso ando, la mitad de cantidad, de todo un poco y más camino que recorrer, con mi nieto que no me deja quieta ni un segundo, a ver si noto algún cambio pronto, y te lo digo.
    Gracias por responderme, si te gustan te mando un pps con alguno de mis poemas.
    Un abrazo.
    Ambar

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