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jueves, 20 de junio de 2013

LA PROTESTA.

Hernán llegó al Liceo cuando ya había empezado el año escolar.
Era alto, con un rostro considerablemente hermoso, pero cargado de desdén.
Al contrario de otros compañeros que lucían melenas o peinados extravagantes, él llevaba el pelo muy corto y aplastado sobre el cráneo. Eso dejaba al descubierto su amplia frente y la bella forma de sus huesos.
Todo en él rebosaba distinción.
Pronto se supo, no sé por qué conducto, que lo habían expulsado de la Escuela Militar.
Esa era la explicación de que hubiera llegado a nuestro humilde Liceo , donde se lo veía tan fuera de lugar.
Se notaba que nos despreciaba a todos, pero, quizás por rebeldía, se hizo amigo de los más desordenados del curso. Se sentaba con ellos en los bancos de atrás y estaba claro que de inmediato se trasformó en su líder.
Al menos que yo sepa, dos niñas del curso nos enamoramos de él. Mariela y yo.
Ella le escribía papelitos y se los hacía llegar con otras compañeras o bien se los entregaba directamente, mirándolo con intención.
El los recibía con un aire impávido. Se los echaba al bolsillo y apartaba la vista.
Nunca se supo si los había leído.
Mariela se quedaba inmóvil, mirándolo alejarse y en su cara se mezclaban la vergüenza y la pena. Pero, no cejaba en su intento.
Yo, en cambio, lo quería en silencio.
Sabía que él pertenecía a un mundo diferente. Al final de la clase, tomaba un bus hacia el barrio alto, mientras yo me iba caminando en dirección a la Plaza Brasil.
Sus notas eran bajas.
No manifestaba interés por nada y su aire distante hacía más rara su amistad con aquellos muchachos.
A mí se me antojaban los súbditos de un joven rey destronado.
¡Qué hermosa y qué triste era su cara! 
Triste por ese desapego y esa falta de expresión.  Y porque al fondo de sus ojos había algo atormentado y violento.
 Como una especie de fuego oscuro y frío.
 Así se vería el hielo si pudiera llegar a arder.
Hubo una Asamblea Estudiantil y acordamos plegarnos a la marcha de protesta que llegaría hasta La Moneda.
No teníamos autorización de la Intendencia y se sabía de ante mano, que todo terminaría en desórdenes.
Tenía miedo de ir, pero me convencí cuando vi que Hernán también iría y que en el grupo de los más exaltados, iba también Mariela.
Al llegar a la Plaza Italia, vimos el cordón policial que nos cerraba el paso.
Nos quedamos parados gritando consignas contra el gobierno y algunos empezaron a recoger piedras.
Todos vimos cuando Hernán se separó del grupo y se dirigió a un carabinero que permanecía inmóvil.
Con horror vimos cuando sacó una pistola del bolsillo y le disparó en el pecho.
El carabinero cayó derrumbado y una ancha poza de sangre se empezó a formar bajo su cuerpo.
Se oyeron gritos y se produjo una estampida. Yo también corrí.
Alcancé a ver que los amigos de Hernán lo tomaban de los brazos y lo metían a la fuerza en un negocio que tenía la cortina baja.
Sin saber cómo, los seguí al interior del local.
Me acerqué a Hernán y tomé su mano, que estaba inerte. No la retiró pero no respondió a la presión de mis dedos.
Estaba pálido como un muerto.
-¿Por qué lo hiciste, Hernán?- le pregunté, desesperada.
Me miró como si no comprendiera y en sus ojos noté que no me reconocía. Ni siquiera sabía quién era yo.
Me puse a llorar y sin poder contenerme, me puse a besar su mano, mojándola con mis lágrimas.
-¡Yo te quiero, Hernán!
Uno de sus amigos me tomó del codo y me sacó a la vereda.
Miré a Hernán por última vez y lo vi inmóvil, ajeno a todo.
Pensé que no sabía que yo había estado junto a él, hablándole.
Sus ojos estaban fijos en un rayo de sol que entraba por una claraboya. Y su cara se levantaba levemente hacia ese resplandor, como buscando una luz que lo sacara de sus tinieblas.
Afuera estaba Mariela y me tomó por los hombros con rabia.
-¿Qué hablaste con él?  ¿Qué te dijo?
-Nada- le contesté- ¡Nada!
Y me solté de sus manos.
-¡Mentirosa! ¡Algo tuvo que decirte cuando estabas adentro!
Me alejé sin contestarle y no me siguió.
Se quedó llorando, pegada a la puerta del local donde él se había refugiado.
A lo lejos, se escuchaban los gritos de la protesta que se iba disolviendo y la estridente sirena de la ambulancia.
Al carabinero ya se lo habían llevado.
 En un segundo, la calle había quedado desierta y la poza de sangre empezaba a coagularse sobre el pavimento.
Pensé en qué pasaría con Hernán.
Pronto llegarían a detenerlo. O quizás su familia lograría esconderlo y sacarlo del país, antes de que eso pasara.
Me fui despacio, caminando sin rumbo.
Frente a mí veía su rostro pálido levantado hacia el rayo de sol. Y sus ojos oscuros cargados de un dolor sin esperanzas.
Pensé en como dos vidas habían sido destruidas en un solo instante.
Nunca volvimos a saber de él.

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