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lunes, 10 de junio de 2013

LA CARTA OLVIDADA.

Me tocó ir al pueblo natal de mi madre, a hacer una auditoría en una Empresa molinera, y una antigua amiga suya me invitó a alojarme en su casa.
Era una de esas mansiones centenarias que todavía abundan en provincia, por donde no ha pasado aún la aplanadora del "progreso"...
El dormitorio que me dieron estaba moblado, aparte de la estrecha cama, por un sillón y un pequeño librero.
Me puse a hurgar en él y noté que era tomos de poesía y novelas románticas. En la primera página de todos los libros estaba escrito el nombre de su dueña: Ernestina.
La primera noche, agotado por el viaje, dormí profundamente. Pero, a la siguiente, no sé qué me llevó a desvelarme... Sentía que no estaba solo en la pieza.
Sin querer, miré el sillón y vi en él una figura de contornos borrosos.
Se fue de a poco materializando y entonces me encontré frente a una joven que me miraba con unos grandes ojos, llenos de ansiedad.
Parecía agitada, como deseosa de trasmitirme algo.
Se paró del sillón y se acercó al librero.
Lo miró y luego me miró a mí, señalándomelo con un gesto imperioso de su mano.
Dos veces hizo lo mismo y luego se desvaneció.
A la noche siguiente, se repitió la escena.
Turbado, no pude callar lo que me estaba pasando y se lo comuniqué a Amelia, la dueña de la casa.
Le pregunté si ella sabía algo sobre la aparición.
Se tapó la cara con las manos y estalló en sollozos.
-¡Ernestina!  ¡Es mi hermana Ernestina!  Dios mío...
Cuando se calmó, accedió a contarme la historia.
-Ernestina murió a los veintidós años. Su enfermedad fue larga y ya desahuciada, los médicos la mandaron a morir a la casa.
-Días antes de su muerte, me pidió papel y un lápiz, porque quería escribir una carta. Adiviné que era para Demetrio, un muchacho que ella había amado, contrariando los deseos de mi padre. La había obligado a terminar la relación y temo que ese dolor fue, en parte, el detonante de su enfermedad.
-Me pidió que la llevara al correo... Pero, dos días después murió y yo nunca cumplí su voluntad.
-Guardé la carta entre las páginas de uno de sus libros y luego la olvidé por completo. ¡Todavía debe estar ahí!
Fuimos al dormitorio y vaciamos el contenido del librero sobre la cama. Entre las páginas de un tomo de poemas, apareció la carta.
Al verla, Amelia estalló de nuevo en llanto.
-¡Qué cobarde fui ! ¡Tuve miedo de hacer enojar a mi papá!  Y después me olvidé....En todos estos años no había vuelto a recordarla.
Me ofrecía a tratar de remediar su error, buscando a Demetrio. En el sobre estaba escrito su nombre completo y su dirección.... Al menos, la que tenía en aquellos años.
-¡Sí!  ¡Por favor! -me suplicó Amelia- Quizás así, Ernestina me perdone y pueda descansar en paz.
Tomando en cuenta que había pasado casi medio siglo, emprendí la búsqueda de Demetrio, sin muchas esperanzas.
Al tocar el timbre en su casa, me abrió una señora ya entrada en años.
Cuando le dije que buscaba a Demetrio Sáez, palideció y me respondió con voz quebrada:
-¡Era mi hermano!  Pero, ya no existe.
Al ver mi turbación, me hizo pasar y me invitó a tomar una taza de té.
Parecía ansiosa de hablar con alguien, en medio de su evidente soledad.
-Enviudé muy joven y traje a vivir conmigo a Demetrio. El nunca se casó y hasta ese momento había vivido en el Internado, donde hacía clases.
  -Su compañía me consolaba mucho, aunque era triste y poco comunicativo. Creo que lo devoraba la pena por un amor que había tenido y que terminó en tragedia. La familia de ella los separó y después de un tiempo, ella murió sin que hubieran podido volver a comunicarse.
Cuando terminó de hablar, me quedé en silencio. No sé por qué, no le mencioné la carta.
Justifiqué mi visita diciéndole que Amelia, hermana de Ernestina, me había pedido informarme de su salud.
-¡Muy tarde se acordaron de él!  Una familia de corazones fríos...Me pregunto si ella, Ernestina habrá querido realmente a mi hermano. ¡Si habrá pensado en él, antes de morir!
Me despedí de ella, agradeciendo sus atenciones y me dirigí al cementerio.
Atardecía y ya el guarda se preparaba a cerrar la reja.
-¡Por favor!  ¡Un momento, nada más!  Busco la tumba de Demetrio Sáez. ¡Es necesario que la visite!  Mañana me voy del pueblo y esta es la última oportunidad que tengo de hacerlo!
Creo que lo convenció la urgencia de mi voz y me hizo pasar a la oficina. Consultó el registro y me dio las señas del sepulcro.
Caían las sombras y una bruma de melancolía envolvía las largas avenidas de cipreses.
Encontré la tumba cubierta de hojas secas. Un ramo de flores marchitas, casi hecho polvo, evidenciaba el tiempo que llevaba ahí sin que nadie se acercara a renovarlo.
Puse la carta sobre la losa fúnebre. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Al día siguiente regresé a Santiago.
Nunca podré saber si Ernestina descansó al fin de su ansiedad. Ni si perdonó la desidia de su hermana...
Pero estoy seguro de que Demetrio, de alguna manera supo que ella lo había seguido queriendo hasta el final.

2 comentarios:

  1. Muy triste esta historia y es posible que en la vida real ocurran y hayan ocurrido historias muy parecedas, en las que si no mueren si van sufriendo toda su vida el recuerdo de un amor que no se llegó a realizar.
    Un abrazo.
    Ambar

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  2. Dice María Teresa Gonzalez:
    Me doy cuenta de que la mayoría de tus relatos tienen algo misterioso y que es tu estilo y tu impronta ¿no crees? Sigo sorprendiendome de tu creatividad y de lo rolífica que eres. Escribes harto y eso es bueno, porque así se va afinando la escritura.

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