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lunes, 26 de marzo de 2012

UN LUTO RIGUROSO.

Marta tenía un jardín en el que sólo había plantado lirios morados y violetas. El color del duelo y de la melancolía, que era el que llevaba dentro de su corazón.
Anselmo, su compañero por más de treinta años, había muerto.
 A ella no le gustaba esa expresión y prefería decir que había partido.
Al hablar así, su imaginación la transportaba a un puerto en medio de la bruma, del que partía un barco colmado de pasajeros. Eran todos los que aparecían cada día en el obituario del periódico.
Un día ella, incrédula aún, se había visto obligada a publicar ahí el nombre de Anselmo. Un pasajero más en la travesía de aquel barco misterioso.
Marta se veía en el muelle despidiéndolo con la mano en un gesto de postrer adiós. Él le contestaba agitando un pañuelo blanco, hasta que el navío era absorbido por la niebla, para cumplir un itinerario ignoto del que nadie tenía noticia.
Esa había sido su partida..
Anselmo no había muerto, sólo había viajado y un día, los dos se encontrarían en ese país remoto donde la gente duerme sin soñar.
Decidió llevar luto por el resto de su vida.
En vano sus hijos se opusieron a ello, advirtiéndole que dañaría su salud.
Pero ella no creyó que pudiera vestir otro color sino ese.
Fue donde Augusto, el sastre del barrio, que había sido amigo de ambos durante muchos años.
Era un viudo también, austero y melancólico. No se le conocía otra vida más que la que hacía tras la vidriera de su tienda, donde se exhibían trajes bellamente cortados, sombreros y guantes.
Trabajaba con un aprendiz y no le faltaba trabajo, ya fuera para cortar y coser una prenda nueva o trasformar alguna antigua.
-Augusto-le pidió Marta-Quiero que me hagas dos trajes  negros de media estación y un abrigo.
Augusto la miró con afecto y oprimió su mano sin decir nada. Desde la partida de Anselmo, había dejado de frecuentar su casa por decoro y porque sabía que Marta quería estar sola en medio de su tristeza.
Le tomó las medidas, eligieron las telas y fijaron la fecha de la prueba.
Los trajes quedaron magníficos. Sencillos y elegantes. Y el abrigo, con un fino cuello de terciopelo gris, le sentaba de maravilla. Sin pretenderlo ella, destacaba su cutis marfileño y sus cabellos rubios, que aunque salpicados de canas, no la envejecían. Por el contrario, rodeaban su rostro de una aureola pálida que la embellecía más aún.
Pasó el tiempo, y ella siguió con su vida solitaria.
A veces Augusto pasaba por su casa, pero se negaba a entrar para no comprometerla. Le llevaba siempre un ramo de flores o un libro, para que se distrajera. Sus ojos la miraban con profunda ternura y Marta creía adivinar en él un sentimiento que había mantenido oculto en su corazón durante muchos años.
Pero, desechaba esa idea por ilusoria. Además no quería que nada interrumpiera su duelo por Anselmo.
Pasaron dos años.
La moda cambió y el abrigo, excesivamente largo, requirió ser acortado varios centímetros.
Marta no era amiga de coqueterías pero su hija insistió. Entonces decidió hacer el trabajo ella misma. Le serviría de distracción y se ahorraría el importe del arreglo.
Descosió con cuidado la tela, desprendió el forro, y de pronto su mano palpó una hoja de papel escondida en la entretela.
Era una carta, escrita con una hermosa letra varonil. Decía así:
"Marta, siempre te he amado. Pero empujé mi amor hasta el fondo de mi pecho, para no ofenderte ni dañar mi amistad con Anselmo.
"Aquellas tardes que pasé junto a ustedes, compartiendo su compañía, fueron un consuelo en mi vida sin cariño.
"Ahora te has quedado sola. No sé si tengo alguna esperanza de acercarme a ti. Dejo al azar esa posibilidad. Si algún día deshaces la basta de este abrigo, sabrás de mi amor. Será para mí una señal de que el destino lo quiere así. Y si tú también lo quieres ¡házmelo saber, te lo ruego!
Augusto."
Marta ser sintió emocionada y una tibia dulzura, como un hilo de miel se fue filtrando en su alma.
¡Hacía tanto tiempo que estaba sola! ¡Extrañaba tanto una compañía afectuosa en su existencia sin alicientes!
Pero ¿cómo darle a entender a Augusto que había leído su carta? Y más aún ¿cómo hacerle comprender que su amor era bienvenido en su vida desolada?
Pasó la mañana preparando una delicada confitura de grosellas que hacía años él había alabado en sus tertulias, cuando los tres compartían una taza de té.
Luego se puso el abrigo, ostensiblemente más corto, como la moda lo exigía, y llevando un frasco de la mermelada recién hecha, se dirigió a la sastrería.
Al verla entrar, él lo comprendería todo.

2 comentarios:

  1. Aquí tocas al principio el tema de un posible más allá, idea que obviamente reconforta ante la desgracia de la muerte. Ojalá fuera así como dices en el cuento...
    Sobre el tema del luto, es cierto que a veces se ha hecho mucha presión sobre viudos/as por parte de la sociedad. Pero ahora estamos en la parte contraria: casi no se ha muerto uno y ya le están buscando sustituto.
    El detalle de la nota en el vestido me ha gustado bastante. Buena idea.
    Y al decir que el sastre era viudo, adiviné que iba a ir detrás de Marta jaja.
    Y nada, tanto luto y al final, al olvido Anselmo...

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  2. Un cuento muy romántico, con un romanticismo tipo siglo dieciocho. Aunque es muy bonito y me gustó, pienso que no tiene mucho que ver con los tiempos actuales en que vivimos apresurados y queremos que todo salga rápido.

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