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jueves, 15 de marzo de 2012

UN CUENTO DE RADIO.

En la Radio me habían dado un programa de Crítica Literaria, de media hora. No era gran cosa y me pagaban poco, porque se suponía que no tenía mucha audiencia. La mayoría de la gente encendía su receptor a las nueve, cuando Helvecia Caviedes iniciaba su espacio de horóscopos y predicciones apocalípticas.
De todos modos, llegaban algunos mails felicitándome o consultándome sobre autores  más o menos desconocidos. Esos que en Buenos Aires leían todos pero aquí llegaban de vez en cuando. Total, para qué molestarse si está visto que Chile no es un país de lectores...
Recibía algunos mails, digo, y los contestaba en el aire, al final del programa. Por eso me sorprendió que me llegara una carta por correo. ¡Ya nadie escribía cartas!
Era un sobre blanco, chiquito, con una letra menuda. Todo bien femenino.
Me eché la carta al bolsillo y sólo me acordé de abrirla al llegar al departamento, donde desde hacía seis meses ya, pesaba la ausencia de Mariela.
Me salió a recibir el gato, maullando dulcemente y restregándose contra mis piernas. Le dí su leche y le rasqué detrás de las orejas, como a él le gustaba.
-¡Hola, Toribio! ¿Qué tal?-y él lanzó un ronroneo satisfecho que me confirmó  que por fín había dejado de extrañarla a ella.
Ahí recién me acordé de abrir la carta. La firmaba Elena y en ella me decía que era una fiel auditora de mi programa. Que le gustaba mucho leer y escribía también un poco.
Agregaba que mi voz le gustaba mucho y que la hacía imaginarme al lado suyo, tomando un café, mientras conversábamos de libros.
En resumen, la típica carta de mujer solitaria con la mente echada a perder por tanta lectura de novelas románticas.
Me daba su dirección, por si quería contestarle.
Al principio, no tuve la intención de hacerlo pero a la mañana siguiente, mientras analizaba frente al micrófono el último libro de Vargas Llosa, imaginé a Elena, atenta al lado de la radio, escuchándome con fervor.
Me di cuenta de que sin querer, me había hecho una imagen de ella. Bajita, delgada, de melena castaña y ojos grandes y tristes, verdosos tirando a gris. ¡Cosas que a uno se le ocurren!
Incluso, empecé a imaginar la casa en que viviría. Una de esas antiguas, del barrio Estación Central, con mampara de vidrio y patio interior con maceteros.
¿Con quién viviría Elena? ¿Qué edad tendría?
No manejaba el computador, se había quedado en la época nostálgica de las cartas manuscritas. Así es que tendría entre treinta y cinco y cuarenta años...Viviría con una tía vieja, hermana de su madre, y ambas se harían compañía. No habría hombres en la casa, pero Elena colgaría en la percha del recibidor un abrigo y un sombrero de su padre difunto, para infundir respeto a los  que atisbaran a través de la mampara.
Y fue a esa mujer chiquita, de melena castaña, a la que le contesté y con quién inicié una correspondencia que duró unas semanas.
Ella me mandó unos versos suyos y me sorprendió la delicadeza de las imágenes , nada de vulgares y la construcción moderna, libre de los sonsonetes y las rimas de antaño.
Correspondían absolutamente a la imagen que me deleitaba en forjar, de la mujer frágil de ojos tristes, sentada escribiendo en un sillón de mimbre, en un patio interior lleno de plantas.
La tía, mientras, tocaría en el piano algún vals de Strauss, con sus dedos que ya empezaban a ponerse rígidos por la artritis.
Al fin, ella me citó en un café del centro.
Me escribió que ya era tiempo de vernos en persona y fiel a sus fantasías románticas, ideó que para reconocernos, ella iría con un vestido azul y yo llevaría un libro en las manos. ¿Qué me parecía?
¡Bien, por supuesto! Le contesté de inmediato y quedamos en el Martes de la semana siguiente.
Llegué al café semi vacío a esa hora y puse ostensiblemente sobre la mesa un libro de Cortázar.
Entró una mujer alta, morena, vestida de azul claro. Mientras avanzaba hacia mí sonriendo, movía con donaire un cuerpo bien formado, de curvas llenas.
Me sentí totalmente decepcionado, incrédulo más bien.
¿Esa era Elena? ¿Esa la dulce mujer melancólica que escribía versos?
Ella no pareció notar mi desazón y se sentó a la mesa con desparpajo.
-¡Hola, Genaro! ¿Qué tal?
Tomamos café y conversamos largo. Ella era vivaz y simpática, no podía negarlo. Su charla inteligente me envolvía. Pero, mientras la miraba, una melancolía persistente se iba adueñando de mi alma y veía retroceder hacia el olvido la tierna imagen de la mujer de ojos grises, que se iba diluyendo de a poco en una bruma de desilusión.
Nada correspondía al tenor de sus cartas ni de sus versos.
Me había traicionado la imaginación, eso era todo.
Traté de sacudirme esos pensamientos y disfrutar de la compañía de Elena.
No podía negar que era atrayente con su pelo crespo color azabache y los graciosos movimientos de sus manos y de sus hombros mientras hablaba. Sus ojos casi negros me miraban coquetos y ansiosos de agradarme.
¡Sería un tonto si me dejaba embargar por la decepción y no disfrutaba de su compañía!
Nos despedimos quedando de juntarnos la semana siguiente en el mismo café.
Al llegar al departamento, busqué las cartas que había dejado entre las páginas de un libro.
Con Toribio ronroneando a mis pies, las leí de nuevo y volví a sentir que algo no encajaba.
O era yo el  necio romántico que había compuesto una imagen de mujer que se ajustaba a mis sueños.
Sin ningún asidero, había creado un ser correspondiente a mis anhelos profundos. Alguien totalmente diferente a Mariela, que me había dejado el corazón maltrecho y ansioso de un poco de paz y de dulzura.
Nos juntamos de nuevo y disfruté mucho de su charla.
 Una vez más rechacé hacia el fondo de mi pensamiento la imagen de la muchacha frágil de melena castaña. Esta vez me costó menos hacerlo y sentí que la vivacidad de Elena y su atractivo sensual iban ganando terreno en mi corazón y desplazando a la otra...
Súbitamente, el Lunes en la Radio me entregaron una carta.
Sobre blanco, letra menuda, igual que la primera vez.
La abrí de inmediato, confundido.
En ella, Elena me decía que ya estaba mejor y que ese día le daban de alta en la Clínica.
Le había pedido a una enfermera que pusiera en el correo esa carta.
¡Lamentaba tanto no haber podido asistir a nuestra cita en el café! Pero confiaba en que su amiga Olivia me habría dado el recado...
Habían pasado tres semanas desde que se enfermó y esperaba que yo no la hubiera olvidado. Al día siguiente ya estaría de vuelta en su casa, pero el doctor prescribía reposo por una semana más.
¿Sería mucho pedirme que fuera a verla? La dirección estaba en el reverso del sobre...
 Era una callecita corta en el Barrio Estación Central.
Me abrió la mampara una anciana que se presentó como su tía Amanda. Cruzamos un salón medio en penumbra en el cual distinguí un piano. Al final de una galería se abrió una puerta y llegamos a un patio interior lleno de plantas.
Allí, sentada en un sillón de mimbre y con las rodillas abrigadas por un chal, estaba una mujer menuda, de melena castaña y de ojos grandes y tristes, verdosos tirando a gris.
Su rostro se iluminó al verme. Hizo ademán de levantarse y de su regazo cayó un cuaderno de versos.
-¡Genaro! ¡Qué gentil ha sido en venir!  ¡Al fin podemos conocernos!

2 comentarios:

  1. Cuento sobre lo que ocurre siempre cuando conocemos a alguien y surge la chispa: no vemos a la persona real y nos imaginamos cómo es. De ahí tanto chasco...
    No me queda claro por qué la amiga de Elena no cuenta al protagonista que acude a la cita de parte de aquélla. ¿Acaso pretendía algo con él a espaldas de su amiga?
    Pero el final, sí, parece un cuento de radio... feliz.
    ¡Buen día, Lillian!

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  2. Me gustó mucho este cuento y su final es altamente inesperado, de nuevo nos lleva a escapar de la realidad al mundo de los sueños en los que nos gustaría vivir.

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