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lunes, 4 de julio de 2011

LA GRINGUITA.

¡Ay, Don Pedro, si Ud. la hubiera conocido! Ahí sí que me creería lo linda que era. Tenía el pelo amarillo como los yuyos y los ojos de un azul tan puro, igual como se ve el cielo cuando deja de llover. Se abren las nubes y uno ve un color azul tan brillante como si fuera la misma túnica de Dios que se estuviera mostrando.
No, si no exagero.
En el pueblo le decían La Gringuita. Contaban que Dn. Federico la había conocido en un viaje y la había traído de uno de esos países lejanos, Suecia o Suiza, que aquí muchos creían que era lo mismo. Salía poco, y donde la veíamos sin falta era en la misa de los Domingos. Llegaba acompañada de una señora de pelo blanco que decían que era su nana, y que se vino acompañándola cuando se casó.
Ahí llegaba con el pelo tapado con una pañoleta negra, pero cuando al salir al atrio se la sacaba, era como si saliera el sol o si encendieran  una lámpara.
Yo trabajaba de ayudante del Notario y a veces me tocaba ir a la casa a llevarle algún documento a Don Federico. Entonces la podía ver, sentada leyendo junto a la ventana o regando las flores que tenía en el alféizar.   
Para qué le voy a negar que estaba enamorado, pero como alguien que se enamora de una estrella. Y con todo respeto, no vaya Ud. a creer. . . .
Don Federico murió de súbito. Lo vieron un Viernes recorriendo los limonares, dándole órdenes a los peones y el Domingo estaba muerto.
Todo el pueblo fue a la Iglesia para honrar al difunto. La Gringuita estaba toda de negro y se veía muy pálida y muy frágil. Su nana y otras señoras trataban de confortarla, pero ella parecía como envuelta en un manto de soledad. O rodeada de una muralla que no la dejaba recibir ningún consuelo.
De vez en cuando se paraba y ponía su pequeña mano blanca sobre la tapa del ataúd, como si quisiera trasmitirle su calor al muerto o como si esperara sentir de pronto que ese corazón inmóvil empezaba  a latir de nuevo. .
No hubo quién no derramara una lágrima al ver el sufrimiento callado y severo que mostraba La Gringuita.
Unos meses después le mandó recado al Notario. Que si podía ir yo después de las horas de oficina a ayudarle a ordenar unos documentos. Que ella pagaría lo que fuera conveniente.
El corazón me latía impetuoso cuando llegué a su casa. Ella estaba sentada frente al escritorio  y me mostró varios montones de escrituras, de facturas y de cartas. Me pidió que las ordenara en carpetas y que las cartas familiares las juntara por fechas.
Empecé a ir todas las tardes y esas horas pasadas a su lado han sido, hasta ahora, los momentos más felices de mi vida. Ella se sentaba a bordar en silencio o bien iba revisando mi trabajo. Poco a poco, el velo de tristeza se fue borrando de su cara y empezó tímidamente a sonreír. A veces cogía una carta y se encontraban nuestras manos. Yo me estremecía y ella se ruborizaba. ¿Lo soñé o a veces su mano se quedó por segundos en la mía?
Un día corrió un rumor por el pueblo, pero para mí no fue rumor porque yo estaba ahí para contarlo.
Del tren bajó un hombre alto y rubio, vestido con ropas extrañas que se notaban de otras tierras. Lo seguía un mozo con un equipaje voluminoso y tomaron el único taxi que había en el pueblo. Don Calixto, que era el chofer, contó después que en un mal castellano le pidió que lo llevara a la que fuera la casa de Don Federico.
Todos se preguntaban quién sería y qué vendría a hacer. Algunos decían que era un hermano de ella, que era un primo, pero pronto se empezó a comentar que era un antiguo novio, que,  había sabido que estaba viuda y  venía a buscarla para llevarla a su país.
Ya no me llamó más para que fuera a ordenar las cartas.
La señora María, que iba todos los jueves a repasar la ropa blanca, contó que le habían encargado que cosiera sábanas y manteles nuevos. Todos bordados con el monograma de ella entrelazado con otras letras. . . Era cierto entonces.
Se vendió el predio y la casa pasó a otras manos. No supe cuando ella partió. No quise saberlo.
Muchas tardes el corazón me traicionaba y sin darme cuenta me encontraba tomando el camino que tantas veces recorriera para llegar a verla a ella. Pasó el Otoño y el Invierno llegó muy crudo. Al salir del trabajo, la lluvia me obligaba a correr hasta la pensión donde vivía
y así, de a poco, fui abandonado mis caminatas nostálgicas.
Pero nunca la olvidé.
Tiene razón, Ud. Don Pedro en lo que dice: Los ricos tienen su plata y los pobres tienen sus sueños.

2 comentarios:

  1. Qué romántico. Quién no se ha enamorado del imposible ó lo que uno considera imposible y el miedo al rechazo impide declararse.

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  2. Es un lindo cuento, muy fresco, juvenil y romántico.

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