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lunes, 25 de julio de 2011

CAMPANITAS EN LA NIEVE.

Mi mamá se lo pasaba leyendo novelas, como escape, me imagino, para tanto desengaño.
No sé cual estaba leyendo en el tiempo en que yo nací, pero lo cierto es que decidió ponerme el extraño nombre de Cristabel.
Mi papá se oponía, claro. El quería que me llamara Amalia, como mi abuelita, porque el complejo de Edipo había sido el motor de su vida.
Pero triunfó la extravagancia literaria y me encontré caminando por el mundo precedida de ese  nombre como de un sonido de campanas de cristal. Porque ese era el significado que yo le daba y me maravillaba llamarme así.
Sin embargo, en el colegio recibía tantas burlas que opté por hacerme llamar María, que era el segundo nombre que el cura me obligó a llevar, so pena de dejarme sin bautismo.
Vivíamos en una casa grande con dos quintas. En la primera había paltos y manzanos y en la segunda, limoneros.
Nunca supe si mi mamá usaba el jugo de los limones para la ensalada o para echárselo en las heridas. Porque era un ser hosco y resentido, como una gata atrapada en una pelea de tejado, que luego se tiende en un rincón a lamerse las desgarraduras  de la batalla.
Mi papá, cuyo complejo de Edipo ya mencionado lo había hecho incapaz de amar a una mujer, había decidido amarlas a todas.
Se lo veía poco por la casa. Del trabajo pasaba  a cambiarse de ropa y perfumarse para volver a salir en busca de su plato de carne correspondiente al menú del día.
Era buenmozo, aunque bajito,  y cantaba y bromeaba a toda hora, talvez para ocultarnos una vida interior  cuyo acceso  nos negaba y una vida exterior que también nos escondía  con ahínco.
Yo lo amaba a la distancia y entre una madre hosca, concentrada en su resentimiento y un padre buenmozo y alegremente cínico, lo prefería mil veces a él.
Cuando niña, entraba a su dormitorio para verlo perfumarse antes de salir, mientras cantaba. Y
mi corazón parecía derretirse, derramando la miel de mi adoración no correspondida.
Mi madre, en la cocina, guardaba silencio y talvez se solazaba en alguna oscura  fantasía relacionada con el cuchillo con el que despresaba el pollo para la cena.
Yo me miraba en el espejo y susurraba mi nombre: Cristabel. Automáticamente sonaban campanillas de vidrio y el aire a mi alrededor se volvía frío y diáfano como en un día de nieve.
En el pueblo se sabía todo y las aventuras de mi padre llegaban en susurros incluso hasta los amigos de mi edad. Ellos lo seguían en bicicleta y luego me describían, cruelmente, la casa a la cual  había entrado luego de besar a la mujer hambrienta que lo esperaba en el umbral.
Eran las horas en que se suponía que él permanecía jugando poquer en el Club Social, lo cual mi mamá fingía creer, mientras su amargura aumentaba,  reforzada, talvez, por el jugo de los limones del huerto.
Cuando crecí y salí del colegio, volví a llamarme libremente Cristabel, seduciendo con mi hermoso nombre a más de algún incauto. Yo era bajita como mi padre, pero había heredado de él ese singular encanto que nos hacía ser como una ampolleta encandiladora de polillas.
Pero había amado tanto a mi padre infiel que no pude querer a ningún  hombre y como él, decidí amarlos a todos, o por lo menos, a la mayor cantidad de ellos, ya que para una mujer la libertad era menor y la censura social mayor,  en aquel entonces.
Y esa es mi historia.
Tuve un nombre hermoso, un padre hermoso también, pero una vida fea. No es grato querer amar y no poder. Ir por el mundo chamuscando las alas de las polillas y ver que con el tiempo, el fulgor de la ampolleta disminuye   y como consecuencia, la asiduidad de las polillas también.
Al final, vivir en un mundo solitario y frío como un día de nieve, en el cual aún resuenan las canciones de mi padre y las campanitas de cristal de mi maravilloso nombre.

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