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lunes, 4 de noviembre de 2013

UNA CHICA PROVINCIANA.


Cuando Ana llegó a estudiar a la capital, directo a la casa de pensión de la señora López, pensó que no eras precisamente el lugar más adecuado para convalecer de un sufrimiento de amor.
Era una casa enorme y fría, en un barrio periférico, con muchos gatos, cubos de basura y amas de casa que salían a barrer la vereda con trapos amarrados en la cabeza.
En la pensión, había varias habitaciones alquiladas y al fondo del pasillo, estaba el baño común.
Lo primero que Ana vio ahí fue un largo pelo cobrizo adherido al borde del lavatorio.
¿Quién será la dueña de este pelo maravilloso? pensó con envidia.
Ella lo llevaba corto, peinado a lo muchacho, porque pensaba que era el único estilo que le quedaba bien.
Pronto conoció a la pelirroja. Se llamaba Daphne y usaba unos fascinantes aros de turquesas engastadas en plata.
Trabajaba en un estudio de abogados y llevaba faldas rectas, sweters de cachemira y tacones de cuatro centímetros.
Ambas se hicieron amigas.  Fumaban en la habitación de cualquiera de las dos y se compadecían mutuamente por las dificultades de sus vidas.
Daphne abominaba de su jefe, un abogado buenmozo y ladino, siempre columpiándose en un solo pie, en el borde de la legalidad.
Ana le pedía que le ayudara con el inglés y la taquigrafía, porque se había matriculado en un Instituto, para estudiar secretariado.
A Daphe siempre le llegaban correos de su casa, pero no la alegraban en lo absoluto.
-¡Quién como tú!- suspiraba- ¡A ti te dejan tranquila! A mí, viven presionándome para que vuelva a mi casa.  Ahora, el argumento es que "alguien me extraña mucho". "Alguien va muy seguido a preguntar por mí..." Ya sé quién es, por supuesto. Mi antiguo novio. Pero, son bien pocas las ganas que tengo de volver a verlo...
Ana pensaba con tristeza que a ella nadie la exhortaba a regresar a su casa. ¡Al contrario!  Que no se le ocurriera volver- decían los correos- sin su diploma en las manos. ¡Ya bastante decepcionados estaban con Muriel, que había dejado de estudiar para casarse con Marcos!
¡Oh, Marcos!
Era de él de quién había huido...De sus ojos grises y su figura desgarbada. De su boca firme, que se ablandaba tan tiernamente cuando sonreía.
Muriel y ella lo habían conocido al mismo tiempo y él se había aficionado a las dos, sin demostrar preferencia por ninguna.
Iba a su casa muy seguido a pedir y a devolver libros. Había muchos, así es que no existía el peligro de que se terminara el pretexto para sus visitas.
Ana se había ido enamorando de a poco. Como alguien que está parada al borde del agua y mete un pie primero, para luego ir envalentonándose y sumergiéndose, hasta que las olas la arrebatan, cubriéndola por completo.
Siempre con la esperanza, casi certeza, de que él la quería a ella y pronto se lo iba a decir...
Pero, al final, hubo una semana entera en que no fue a la casa...Y luego Muriel le informó que se le había declarado a ella y que le había dicho que lo tenía loco.
Ana estaba segura de que en su voz había un matiz de perfidia.
Disimuló la impresión, con un arte escénico que le habría valido un Oscar, si esa hubiera sido una película. Pero, se trataba de su vida...
Luego se fue a su dormitorio y se puso a tiritar, a pesar de que era verano.
Su mamá la creyó enferma y la mandó a acostarse.
Se durmió con los ojos secos, pero al despertar, su almohada estaba empapada y supo que había llorado en sueños, hasta deshidratar su corazón.
Comprendió que se encontraba en una disyuntiva "Hamlet."  O sea: "To be or not to be. That is the question".  Para ella, era quedarse ahí, como testigo sufriente o partir lo más lejos posible, donde los ojos grises de Marcos no pudieran seguirla, para comprobar su dolor.
Y ahí estaba, en la pensión de la señora López, anclada en un barrio antiguo, en una ciudad inmensa, llena de una muchedumbre de esperanzados y desesperados, con quién nos viajaba apretujada, en el Metro, cada mañana.
Llegó Navidad y Daphne se fué a su pueblo a pasar las fiestas.
Ana llamó a su casa y le dijo a sus padres que Daphne la había invitado a celebrar la Navidad con ella.
 ¡No podía volver!  No, mientras los ojos grises de Marcos siguieran apareciéndosele en sueños...
Se quedó sola en la pensión, porque todos los inquilinos partieron. Al parecer, a nadie le había faltado un arbolito de Navidad donde ir a colgar una estrella...
Sólo la acompañaba la señora López y una gata siamesa llamada Puka.
Lo sorprendente fue que Daphne no regresó. Se había llevado toda su ropa y un frasco de perfume vacío sobre la cómoda, era lo único que atestiguaba su paso por la pensión.
Ana nunca supo si la persistencia del antiguo novio la había convencido...
La habitación quedó desocupada y a los pocos días llegó un nuevo inquilino.
-¡Es chino!  ¡Viene de Tokio!- anunció la señora López, orgullosa del pedigree internacional que estaba tomando su casa.
-Entonces, es japonés- le corrigió Ana.
-¡Ah!  ¿Que no es lo mismo?-preguntó la señora López, con una dulce ignorancia que la hacía conmovedora.
Todas las mañanas, Ana buscaba en el cuarto de baño alguna señal del nuevo huésped. Un pelo, una maquinilla de afeitar olvidada...Pero no había nada.
Apenas lo oía. Suaves pisadas en la escalera, el atisbo de una figura esbelta cruzando la puerta de calle...
La señora López conocía los horarios de Ana y fingía estar limpiando el baño para salirle al paso, cada vez que tenía un nuevo comentario que hacerle.
-¡Es tan amable!  ¡Tan diferente a los otros inquilinos!  Y buenmozo...Yo no sabía que los orientales eran así... Y anda siempre con un paraguas, aunque haya sol. Yo creo que en China debe llover mucho...
-En Japón- insinuaba Ana, con suavidad, no queriendo contradecirla.
Hasta que un atardecer, se encontró con él a la salida de la Estación del Metro.
Llovía a cántaros y esa mañana, Ana había salido sin paraguas.
El la reconoció, aunque se suponía que nunca la había visto y abrió su paraguas en silencio, protegiendo su cabeza de la lluvia.
-Soy Isamu Kodama- se presentó, con una leve inclinación.
Su rostro era algo inexpresivo, pero sus ojos oscuros chisporroteaban bajo sus pesados párpados orientales.
Llevaba el cabello negro muy corto, aplastado con gel sobre su nuca grácil.
-¡Con razón no deja pelos en el cuarto de baño!- se dijo Ana.
Y sintió que una marea cálida inundaba su corazón y al retroceder, se llevaba los restos de su antiguo naufragio.

1 comentario:

  1. No siempre tus relatos son de un final felíz. Contento que el de Ana lo haya tenido.

    Y la hermosa ilustracion que acompaña al texto, refuerza un epílogo que nos muestra la esperanza luminosa para una existencia gris.

    Otro escrito grato de leer y disfrutar, que nos impele a seguir visitando este Blog, segurísimos de saber que siempre encontraremos solaz mezclado con sutiles toques de sabiduría y un humor blanco muy personal.

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