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lunes, 29 de octubre de 2012

LA REALIDAD DE UN SUEÑO.


Roberto tenía un sueño recurrente que lo llenaba de inquietud y de nostalgia.
Soñaba que estaba acodado en la  borda de un barco muy grande, tal vez un trasatlántico.
Junto a él había otros pasajeros, que se agolpaban allí, haciendo señas de adiós a los que quedaban en el muelle.
Una luz pálida, no sabía él si de un amanecer o de un crepúsculo, envolvía la escena volviéndola irreal. Esto hacía que en medio del sueño, Roberto supiera que soñaba.
Al cabo de un rato, la gente se retiraba a sus camarotes. El muelle se quedaba vacío, pero Roberto veía, inmóvil allí, a una joven que lo miraba intensamente.
El barco se iba alejando mar adentro y la franja de tierra se desdibujaba en la bruma.
Pero, la joven seguía parada en el muelle. Cuando ya era casi imposible distinguir sus contornos, la veía quitarse un pañuelo azul que llevaba en el cuello. Lo agitaba hacia él, en una señal que no era de adiós, sentía Roberto, sino al contrario, un gesto de reconocimiento y esperanza.
 No habría sido inquietante haberlo soñado una vez, pero el sueño se repetía nítido y exacto y los rasgos de la joven misteriosa terminaron por grabarse en su memoria.
Estaba seguro de que nunca la había visto, que solo era fruto de su imaginación. Pero ¿por qué?  ¿Por qué la veía una y otra vez, como si fuera una premonición de algo que nunca llegaba a concretarse?
También eran improbables las circunstancias de ese encuentro.
La agitada vida laboral de Roberto solo contemplaba  los rápidos viajes en avión y los estresantes trámites en los aeropuertos.
Nunca había hecho un viaje en barco y estaba seguro de que tampoco lo haría.
Pero, pensaba constantemente en la joven que lo miraba desde el muelle.
No había en su cara tristeza ni desasosiego. Al contrario, irradiaba una serenidad luminosa que hacía que el gesto final de agitar su pañuelo no constituyera una señal de despedida sino el preludio de un encuentro.
Sus facciones terminaron por volverse tan familiares que estaba seguro de que si la encontraba un día en medio de la multitud, la reconocería de inmediato.
Inconscientemente, la buscaba sin hallarla. ¿Qué significaría todo esto?
La nostalgia por sus ojos profundos se iba intensificando.
Sentía que junto a ella encontraría la paz que su vida azarosa anhelaba.
Un día, al volver del aeropuerto, tuvo un accidente grave.
En medio de la niebla del anochecer, por esquivar a un animal que se cruzó en la autopista, perdió el control de su auto y se estrelló contra la barrera de contención.
Perdió el conocimiento.
No supo del tiempo que estuvo preso entre los fierros ni del que llevaba en aquella habitación de hospital.
No tenía dolores porque su cuerpo estaba protegido de ellos por fuertes calmantes.
Se notaba vendado y al tratar de moverse, sus reflejos no le obedecían.
Una masa de algodón húmedo parecía envolver su cerebro y a ratos, perdía la conciencia.
Sabía que estaba grave.
Tuvo la certeza de ello una mañana en que vio a varios médicos conferenciando con aire preocupado en una esquina de su pieza.
Dos enfermeras se afanaban junto a su cama, acomodando los tubos que lo conectaban a unas máquinas cuya función desconocía.
De pronto, se abrió la puerta con suavidad y vio entrar a la joven de su sueño.
Nadie más que Roberto pareció notar su presencia.
Se acercó a él con su rostro dulcificado por una sonrisa y sin decir nada, le oprimió la mano.
Roberto sentía que se moría y le dijo:
-¡Lamento haberte conocido demasiado tarde!
-Te equivocas-le respondió la joven- Esto no termina. Es sólo el comienzo y por eso he venido a buscarte.
Roberto sintió que su cuerpo maltrecho se alivianaba.
Vio a las enfermeras retirar los tubos y dejarlo libre para que se levantara.
Los médicos se volvieron hacia él con rostros inexpresivos, pero no trataron de detenerlo.
Entonces vio de nuevo el muelle, en la pálida luz del crepúsculo.
 Ahora estaba vacío.
Junto a Roberto, acodada en la borda del barco, estaba la joven del pañuelo azul.
Se lo quitó del cuello y Roberto notó que la tela crecía y se extendía hasta convertirse en un manto.
Con gesto amoroso, la joven lo envolvió en él y una paz desconocida inundó su espíritu.
La costa se fue alejando hasta perderse en la distancia, mientras la proa del barco iba abriendo un surco en la inmensidad del mar.

2 comentarios:

  1. ¡Ay, ay, que este cuento es bien triste, con esa emoción por descubrir a la joven pero con la realidad de un final que lo empaña todo!
    Emociona.
    Saludos desde aquí... sin pañuelo.

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  2. Lillian:
    Tu escrito tiene la magia de hacernos creer que estamos soñando un cuento. Un relato onírico, delicado y surrealista. La poesía total de esta historia nos refuerza el amor a la vida y nos aleja del temor a la muerte.

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