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domingo, 19 de enero de 2014

UN AMOR.

Se encontraban diariamente en el restaurante en el que almorzaba Mario.
Era un lugar más bien modesto y tranquilo y casi siempre disponían del segundo piso para ellos solos.
Se sentaban siempre a la misma mesa, con mantel de cuadros rojos, junto a la ventana que daba a un patio contiguo.
Ese patio era propiedad de un marmolista, que tallaba lápidas y ángeles tristes, para abastecer el cementerio cercano.
Ana Cristina no se interesaba mucho en las actividades del lúgubre vecino, pero Mario quiso saber enseguida si trabajaba en lápidas por encargo y si aquellas lánguidas figuras aladas eran a  pedido o las esculpía al azar, por si acaso...
El siempre llegaba primero y a menudo Ana Cristina lo encontraba junto a la ventana, espiando las actividades del viejo.
-¡Hoy recibió un nuevo encargo!- decía sonriendo.
A ella se le encogía el corazón con el ruido monótono del cincel tallando el nombre de un difunto y creía seguir escuchándolo hasta tarde, a solas en su dormitorio.
¿Cómo fue que empezaron a almorzar juntos en ese restaurante?
Un día de lluvia se refugiaron los dos en él y fue el comienzo de aquel extraño idilio.
Nunca hablaban de amor.
El sabía que ella era casada y que no era feliz junto a su marido. Pero, nunca insinuaba la posibilidad de dejarlo.
-No me ha dado motivos para hacerlo- se limitaba a decir con frialdad, pero sus ojos oscuros y ardientes parecían confesarle a Mario que él podría ser ese motivo.
El trabajaba en una fábrica cercana y ella, en una empresa algo más lejos. Pero nunca le precisó en cual y se mostró reticente en darle su número telefónico.
-¡No me llames a menos de que sea una emergencia!- le hizo prometer- ¡Ya sabes que siempre nos encontraremos aquí!
El progreso de su relación era casi imperceptible y Mario no sabía si estaba cerca de vencer su resistencia.
Pero aveces, una mirada de ella le hacía sentir que estaban al borde de una felicidad inconcebible y aterradora. Y que bastaría una palabra o un gesto, para que ambos se arrojaran al vórtice oscuro del Amor, sin miedo ni remordimientos.
De pronto, ella faltó un día, sin que ninguna advertencia previa lo justificara.
El esperó confiado, pegado a la ventana, mientras en el patio, el viejo marmolista le daba vida a un ángel sepulcral.
Pasaron los días y siguió esperándola. Su ausencia se fue haciendo opresiva y al mismo tiempo ingrávida, como suele suceder cuando nos falta el ser amado.
Pero, Mario siguió yendo todos los días a almorzar al restaurante y sentándose a la misma mesa. ¡Estabha seguro de que un día la vería entrar!
Decidió contradecir su exigencia y llamarla a su celular. Pero el timbre sonó largo rato en el vacío, como un ciego que busca a tientas algo en que apoyarse para no caer.
  El Otoño trajo las primeras lluvias que resbalaban monótonas sobre los trozos de mármol apilados contra la muralla.
Los pájaros que solían cantar en el viejo castaño que sombreaba el patio, ya no volvieron y fueron de a poco transformándose en recuerdo.
Un día Mario, que apoyaba la frente contra el vidrio helado, vio entrar al patio a un hombre flaco, de aspecto melancólico.
Adivinó que venía a encargar una lápida.
El marmolista asentía respetuoso, pero sus ojos brillaron al meter el dinero del adelanto en el bolsillo de su viejo delantal. ¡El trabajo había estado escaso en las últimas semanas!
Al día siguiente llovió y la ausencia de Ana Cristina pareció volverse insoportable.
Mario hubiera querido olvidarla de una vez. Se acordaba de una leyenda en la que la gente olvida todo lo vivido,después de atravesar un río. ¿No se llama Leteo ese río? Ansiaba precipitarse en sus aguas y no pensar en ella nunca más...
 Empezó a llover todos los días y ahora el viejo trabajaba resguardado por un cobertizo.
Mario no podía ver lo que hacía. Sólo escuchaba el monótono golpeteo del cincel en el mármol, como el tic tac de un reloj, que marcara el ritmo de su inútil espera.
¿Qué nombre será el que está tallando?-se preguntaba.
Un día salió el sol y el hombre flaco y triste, que había hecho el encargo, volvió a entrar en el patio.
El viejo salió presuroso del cobertizo y sostuvo frente a él la lápida para que pudiera apreciarla.
Entonces Mario pudo leer por fin las letras esculpidas en ella. Decían: 
"Ana Cristina....."  "Amada esposa."
Y debajo, la fecha de su muerte, tres semanas atrás.


2 comentarios:

  1. Vaya Lilly,
    Muy extaña ralación la de esa pareja, triste relato, supongo que después de saber lo que había pasdo, la olvidó, o tal vez no.
    Un abrazo.
    Ambar

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  2. Nadie sabe como terminará una historia d e amor
    lo cierto es que todos vamos para esa lápida
    al final es lo único que queda del vivo como última huella
    si es que no se pierde ...

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